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bocata de calamares
Columna
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Cansados de elegir: la melancolía del consumo infinito

Cuando el capitalismo ya no puede crear nada nuevo, multiplica los sabores para mantener vivo el deseo, que nunca se colma. Ante la elección constante nos sentimos bloqueados y, más que fiesta, se transmite tristeza

Sergio C. Fanjul

Hubo un tiempo en que los televisores solo emitían por dos canales y las cosas eran de fresa, vainilla y chocolate. El mundo era sencillo y tirábamos p’alante. Entonces anhelábamos disponer de 40 canales de televisión por cable y franquicias de todo tipo de comida internacional que nos salvasen del aburrimiento ibérico del bistec con patatas y la trucha con beicon. Todo eso llegó. Pero hoy la cosa se ha ido de madre: caminando por la ciudad el abanico multicolor de las posibilidades del consumo, más que maravillarme, me abruma y me produce unas ganas irrefrenables de irme a casa a refugiarme bajo la manta.

El otro día me llevaron a un Starbucks y me marée ante la abundante oferta de lattes, frappés, chais y cold brews con todo tipo de toppins e ingredientes adicionales; en las hamburgueserías las hamburguesas ya contienen pulled pork, trufa, aguacate o kimchi; hay pizzas con bordes rellenos de queso y jalapeños; por no hablar de la incomprensible florescencia de los bubble tea o de los cachopos que contienen manitas de cerdo. En la heladería siempre me debato entre el helado de cocido madrileño con setas shiitake o el de muffin de cangrejo con salsa de Oreo [dramatización].

Cuenta el po­litólogo Oriol Bartomeus en El peso del tiempo. Relato del relevo generacional en España cómo han evolucionado las cosas en España: su madre, nacida en 1948, vivió en un mundo en el que había yogures, pero solo de un sabor y una marca. Todo muy fácil. El politólogo ya conoció un mundo ligeramente diferente, en el que había al menos tres tipos de yogur: el natural, el de limón y el de fresa. Sus so­brinos llegaron cuando las diferentes variedades de yogur (griego, con bífidus activo, de maracuyá, con cereales) lle­naban lineales enteros del supermercado.

En la actualidad todos disponemos de una oferta casi infinita de yo­gures, pero lo hacemos desde perspectivas diferentes. La ma­dre, que ha vivido durante su vida una eclosión en la ofer­ta, vive la elección de lácteos entre regocijada y mareada. En cambio, para los sobrinos es lo habitual y, si se contra­rían por no encontrar su yogur favorito, no es porque sean caprichosos, sino porque se han criado en esa exuberancia láctea. Yo, que en los noventa me sentía libre y contemporáneo por elegir entre yogur natural o de fresa, Rebook Pump o Air Jordan, Sega o Nintendo, ahora me siento un náufrago entre miles de matchas. La libertad percibida no aumenta linealmente con las opciones disponibles: llega un momento que el exceso de opciones parecer cercenar la libertad.

Lo que bien podría verse como una muestra de exuberancia sistémica es más bien una muestra de agotamiento y saturación: cuando es difícil inventar algo nuevo y esencial, la novedad, siempre necesaria (aunque hace tiempo que, en realidad, no necesitamos nada nuevo), se genera multiplicando las diferencias superficiales: nuevos sabores, colores, diseños, actualizaciones, versiones, envases, ediciones limitadas o para coleccionistas, en combinaciones infinitas. Es una forma de mantener en marcha la maquinaria del crecimiento absurdo, experta en producir variaciones infinitesimales para mantener vivo el deseo, que nunca se colma.

Pero este paraíso de posibilidades es más bien una condena: se llama dilema de la elección al bloqueo y malestar que genera tener que elegir constantemente entre tantas variantes de las mismas cosas. Se hace patente a la hora de elegir una serie o película en la (ya de por sí variopinta) variedad de plataformas audiovisuales. Se gasta tanto tiempo (o sea, vida) en elegir que el mero hecho de elegir se convierte en un contenido. Luego, cuando decidimos ver una película no duramos demasiado: a los pocos minutos pensamos que, entre tan vastísima oferta, tiene que haber algo mejor. Siempre hay algo mejor en algún sitio, y ese algo óptimo debe ser nuestro.

Tres cuartos de lo mismo para la música en streaming. Muchos como yo fantaseamos un día ya muy lejano con un ingenio como Spotify mientras leíamos las listas del Rockdelux, un ingenio en el que pudiéramos escuchar todos esos discos económicamente inalcanzables por su número y diversidad (yo en cuanto reunía mil quinientas pesetas corría a comprarme uno de La Polla Records, y eso era todo).

Spotify

La maravilla se hizo realidad: llegó Spotify y, aun siendo una tecnología prodigiosa (que se lo digan a los músicos), resulta que tampoco era para tanto. Elegir entre tanto mermó mi melomanía y la música despojada de su formato físico y sin procesos de espera y deseo ya no generaba la misma devoción mística. Total, estaba todo en el móvil. Hoy tenemos (casi) toda la música del mundo a un clic, pero tampoco pensamos que vivamos en un paraíso musical. Resulta que tenerlo todo no era lo mismo que desearlo todo.

Al capitalismo se le satirizó en un tiempo diciendo que la libertad que ofrecía era entre Coca-Cola y Pepsi. Hoy la variedad del consumo, más que de un halo de fiesta, parece rodeada de desesperación y tristeza ante un mundo que no da más de sí, pero que tiene que darlo. Tantos sabores y, al final, todo sabe a lo mismo.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.
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