Lo ridículo de hacer turismo: calcetines con chanclas y perseguir a migrantes
Cuando ejercemos de turistas caemos en un risible estado de ingenuidad aventurera, proclive a la estafa y al vestirse fatal


¿Bailar por la calle? Suena fenomenal: recuperar el espacio público y utilizarlo de otra manera, expresarse con libertad dislocando el esqueleto, todo eso. Como en un anuncio de refresco. Viva la libertad, carajo.
Pero la realidad es más prosaica.
Existen unos paseos urbanos en los que un guía bailongo encabeza a una manada de turistas que va danzando (es un decir) por ahí, pisando fuerte las calles y las plazas, ante la mirada asombrada de los transeúntes, a los que, con frecuencia, entorpecen el tránsito. Parece que se lo pasan muy bien. Como llevan auriculares (menos mal) no se escucha lo que bailan: si ya es de por sí ridículo, eso lo hace mucho más. ¿¡Están locos o qué!?
El geógrafo Francesc Muñoz ha hablado de urbanalización, un término que alude a la homogeneización de las urbes en todo el mundo, pero que aquí encaja a la perfección: la banalización del espacio urbano con actividades como estas danzas silvestres que ni siquiera tienen que ver con la ciudad por la que discurren, que podrían darse en cualquier sitio (anda que no hay discotecas en Madrid para andar bailando por la calle Carretas), que con su tontería desprecian a la ciudad y a los habitantes, utilizando la urbe egoístamente para una diversión descontextualizada.
Como aquellos artefactos móviles en los que la gente se desplazaba pedaleando mientras sorbía tragos de cerveza, los beerbike o bicibirras, que fueron intervenidos por el Ayuntamiento hace unos años, cuando el Ayuntamiento no era tan proclive a vender la ciudad al sagrado dios Turismo.

No menos ridículos son los tuk tuk que se pasean por el centro de Madrid, como si esto fuera Bangkok y no un poblachón manchego. Una vez estaba yo haciendo la compra en un puesto exterior del mercado de Antón Martín y ahí se detuvo uno de estos tuk tuk cargado de turistas incautos. El guía-conductor informó a sus clientes de que estaban presenciando una fugaz viñeta del viejo Madrid: un vecino haciendo la compra en un mercado tradicional. De inmediato sacaron los móviles y me cubrieron de fotos. La industria turística, en mi calidad de vecino, me había monumentalizado. No es para menos: cada vez somos más escasos.
Los turistas (ser turista no es una identidad sino un estado pasajero) tenemos fácil caer en el ridículo cuando practicamos el turismo. Y en ese ridículo se apoya una parte importante de la economía española. Hay estereotipos fuertemente asentados, como la piel cangrejil del que se ha expuesto al sol con ansiedad o los calcetines bien subidos por dentro de las sandalias. Por eso fotógrafos como Martin Parr han hecho de la ridiculez turística su gran tema. También esa voluntad de hacinarse en playas que son como un Tetris de cuerpos al sol, ese irrefrenable y repentino interés por el arte barroco (cuando en casa no pisamos un museo), esa necesidad de buscar un tipismo impostado, de hacernos selfis en los hitos señalados, o, al contrario, esa tendencia a viajar a un lugar muy lejano para hacer lo mismo que en casa, comer las mismas tostadas con aguacate y tomar el mismo café de especialidad en las mismas cafeterías horrendas que parecen calabozos.

El atuendo de los turistas: siempre deseé caminar por Benidorm (la meca del turismo como Dios manda) con una camiseta amarillo fosforito de esas que ponen “eat my pussy”. Me hacen gracia esos que se visten como si fueran a un safari en Uganda cuando van a una bakery hipster y a visitar el Museo del Prado. El otro día vi por el Lavapiés nocturno y decadente una familia al completo que se había vestido blanca y vaporosa, muy elegante, como si fueran a una fiesta ibicenca: contrastaba con los cartones de las personas sin hogar, las víctimas de la droga dura y los pequeños vertederos circundantes. Una escena colonial.
Los turistas parecemos todos unos pinines, tan vulnerables e ingenuos, presas ideales de astutos carteristas y timadores, tan frecuentemente estafados por paellas ultracongeladas o guías que de cualquier bolardo hacen una reliquia a admirar: es increíble la capacidad de esta industria para inventarse hitos y tradiciones, generar relatos y, literalmente, vivir del cuento.
Tal vez lo más ridículo del turismo sean esos capitanes España que vimos el otro día en las redes: estaban tan tranquilamente tomando el sol en la playa de Castell de Ferro, Granada, la panza al viento, cuando de pronto desembarcan unos chavales de una patera. Y cumplen orgullosos con su deber, cual Reyes Católicos: ponerse a perseguir por la arena a los que son todavía más pobres que ellos. Afortunadamente, fueron más los que los defendieron.
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