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Vermú y verbena
Columna
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Madrid está de moda

Estar de moda no es una virtud, sino un concepto matemático que habla de repetición y vulgaridad. Y es lo que está pasando con la oferta de ocio y hostelería en la ciudad

Ambiente en la zona de bares de Ponzano, Madrid
Enrique Alpañés

Dicen que Madrid está de moda como si eso fuera una virtud y no un concepto matemático, como si la repetición constante de un valor o una estética fuera algo bueno y no la muerte de la originalidad. Cualquiera que dé un paseo por los locales de Malasaña o Ponzano podría pensar que esta ciudad la fundaron anteayer. Que sus bares y cafeterías han sido diseñados desde una oficina de Tribeca, fabricados en serie para un montón de ciudades intercambiables. La moda está homogeneizando esta ciudad, aplanándola en su estética, diluyendo su identidad en las tendencias del capitalismo.

De pequeño, mi lugar favorito de mi barrio no era un parque, sino una cafetería (fui un niño bastante raro). El lobby del Hotel Florida Norte tenía moquetas mullidas, mesas de cristal y sillas acolchadas. Sus paredes estaban forradas de madera y, en una esquina, descansaba un enorme piano de cola. A veces iba con mi abuela a merendar y me parecía un lugar mágico, podías viajar en el tiempo por unas 1.000 pesetas. Los camareros tenían una elegancia apolillada, pajarita al cuello y mano a la espalda, todo dientes y atenciones. En ese entorno me sentía adulto y sofisticado, era un niño de 10 años jugando al afterwork.

El año pasado convirtieron el Hotel Florida Norte en una “residencia de estudiantes premium y actualizaron su cafetería, que hoy es un lugar impersonal de vagos aires escandinavos. Muchas cafeterías antiguas han seguido la misma suerte. Nebraska, Santander, Hontanares… En Madrid, los locales no pasan de moda, aquí cierran o se reinventan. Todo lo que parece ligeramente viejo se renueva, se tapa con capas de microcemento o se destruye hasta dejar un ladrillo visto.

Los bares de viejos se actualizan para parecer una copia de un bar de viejos, un trampantojo cañí, una fotocopia. Los precios se disparan y el público cambia. Las cafeterías de barrio se traspasan y las cadenas y grupos hosteleros se expanden y colonizan la ciudad. Si una idea o una estética funciona, la replican hasta la saciedad, como si hubiera que evitar lo original, como si todo tuviera que actualizarse constantemente, sin dar margen al anacronismo o la personalidad. Es la teoría que defendía el periodista Kyle Chayka, especializado en tecnología y cultura de internet, en su libro Mundofiltro, en el que alertaba sobre cómo las redes sociales y la globalización están creando unas tendencias cada vez más homogéneas y estereotipadas.

Las cosas nuevas pueden parecer brillantes, pero las viejas tienen una capa de polvo mate que sienta mucho mejor. Los locales, cuando pasa suficiente tiempo, empiezan a contar una historia. Y en Madrid, en pos de las modas y la modernidad, se están cercenando estas historias. No creo que sea algo único de esta ciudad, se repite en todo el mundo. Es un síntoma del bienestar económico o del turismo, que todo lo iguala y estandariza. De la especulación y los alquileres desorbitados. O quizá es una especie de complejo provinciano. El Madrid de los setenta es el de las casas de protección oficial, levantadas rápido y mal para acoger al populacho. El de los bares de batalla. El lujo añejo de ciudades como París o Roma, tan reivindicado en sus calles o en su filmografía, era una rareza en el Madrid franquista, aquí estaba muy localizado en unos pocos barrios.

Puede que por eso se haya remozado la estética de bares y restaurantes, que han iniciado una loca carrera hacia la modernidad sin una meta clara. El pasado es vergonzoso, el futuro es una promesa. Pienso en ello mientras paseo por las calles del centro, donde los locales parecen autofagocitarse, renovarse cada dos o tres años, con una tasa de reposición asombrosa. Todos van convergiendo con cada nueva apertura, dirigiéndose hacia una misma estética, una misma carta, un mismo público. Dicen que Madrid está de moda, pero hay que recordar que las modas pasan. Que lo que hoy es nuevo, mañana será viejo, pero ni siquiera el paso de los años le granjeará la etiqueta de auténtico. Porque aquí ya no se abren cafeterías, sino negocios. Grupos hosteleros que juegan a los cafés como antes jugaban a la bolsa. Y cuando esta burbuja de especulación y modernidad estalle, solo nos quedarán un montón de bares de microcemento y ladrillo visto.


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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar
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