Danzad, danzad, malditos
Peggy Gou se corona en una noche en la que Daito Manabe experimentó y la tecnología abortó el show de Max Cooper

El baile siempre ha sido una de las actividades asociadas al Sónar nocturno, que cada vez juega más la carta de convertirse en una inmensa discoteca donde convocar los espíritus de la danza. E impresiona. Pocas cosas más sobrecogedoras que el escenario Club, un hangar descomunal, un espacio abierto donde la vista no encuentra límites, durante la sesión de Peggy Gou, una artista surcoreana que ha ido creciendo en España al abrigo del festival, en cuyas cabinas está también cimentando su proyección internacional. Que de paso aumenta aquí la asistencia a sus sesiones. En la primera noche del Sónar fue la gran triunfadora, mientras que otros, lejos de convocar los espíritus del baile los alejaron con saña, dejándoles solo mostrar la patita. Fue el caso de Daito Manabe, un artista que propuso uno de sus habituales directos, en los que el ritmo es un espíritu esquivo y veleidoso. Pa Salieu y su hip-hop trufado con afrobeats fue otro protagonista, mientras que Max Cooper tuvo la desgracia de padecer algo que no parece nacido para verse en un festival tecnológico: los fallos técnicos.
Las grandes audiencias no están para especulaciones, experimentos o salidas de tono. Si al Sónar nocturno se va a bailar y si se quiere tener ante la cabina un océano de cabezas, hay que apretar los ritmos y servirlos con dureza. Timidez proscrita. Es lo que hizo la surcoreana Peggy Gou, artista versátil que se mueve en muchos estilos de electrónica de baile pero que optó por la dureza. Ni trance ni pop ni niño muerto, zapatilla para aumentar la temperatura de aquella sauna descomunal en la que el sudor no es molestia, sino sinónimo de gozo. Su sesión fue una epopeya bailable, con ritmos reiterativos, escasa presencia de la carnalidad house, hubo algo en el tramo final, ausencia de melodías y beats que vomitaban la cabina como un granizo regular, impenitente y avasallador formado por esas bolas como pelotas de tenis que a veces muestran los informativos en manos de atónitos campesinos. Su éxito en la pista fue masivo y sostenido, lo que parece garantizar futuras presencias en el festival de esta artista, que también es todo un icono de la moda con sus vistosas prendas callejeras y su estilo urbano. Un todo en uno.
Muchísima menos gente tuvo Daito Manabe en su directo, lo que tampoco es de extrañar. Bailar, lo que se dice bailar, fue una empresa que precisaba una convicción poco menos que devota. El corazón, arrítmico, de buena parte de su estupendo directo huyó de los ritmos que se pueden anticipar ya que el siguiente acento se podía prever tanto como el lugar donde caerá el próximo gordo de la lotería. Daito, bajo su gorra, sí bailaba y sacudía su cuerpo en el escenario, pero es que él sí era conocedor de donde caería el siguiente beat. Capas de sonidos de todo tipo perfilaban el entorno de la música, y en ocasión eran estos sonidos, secuencias de acordes, los que hacían el papel del ritmo para que el público tuviese algo a lo que asirse en aquella tormenta cegadora y de apariencia errática. Era en esos instantes, o cuando había una serie de compases que repetían cadencia, cuando la pista reaccionaba y el movimiento se acompasaba, dejando atrás la anarquía de cuerpos que obraban cada cual según su criterio cinemático. Por ejemplo mientras una pareja de japoneses, en realidad ella, interpretaba el baile levantando su pulgar en modo de aprobación mientras permanecía sentada en el suelo, otra pareja, esta occidental, bailaba una especie de jota zarrapastrosa cruzando pies para que entrasen en contacto con el pie opuesto de la otra persona. Es un pozo de sorpresas en lo tocante a conductas humanas este festival. En la parte final de su directo, Manabe acudió a ritmos de hip-hop y más tarde de drum & bass, muy a su manera, y el público tuvo asideros. Tras mucho nadar se llegó a la playa del ritmo más o menos previsible.
Un poco antes, Pa Salieu dejó algunos detalles de su hip-hop con esencias de afrobeats. El directo del inglés de origen gambiano se apoyó en batería, percusión, teclados y puntual trompeta, basándose en su último disco Afrikan Alien, mucho más refinado, pese a su potencia, que su directo, a un volumen que mataba samplers y voces. Comenzó con Belly, desprovista de sensualidad, atropellada, como temas como Soda o Dece (Heavy), puro afrobeats, por unos graves pensados casi para estadio y una voz más gritada que modulada. Su pase fue breve y dejó con las ganas de escucharlo en un entorno algo más recogido. Pero para quedarse con las ganas, nadie como Max Cooper. Su directo prometía visuales de nivel, pero problemas técnicos retrasaron su inicio para luego abortar la sesión cuando apenas alcanzaba la media hora de trayecto y el colorismo de las pantallas solo se había insinuado. Sí, la tecnología es tan voluble que hasta se declara en huelga en uno de sus templos.
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