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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El agujero infernal de la bandeja de entrada

El correo electrónico es un pozo sin fondo donde uno acaba perdiendo los nervios. El tsunami de ‘mails’ diario inutiliza una vía de comunicación, nos hace perder el tiempo, cabrea y contamina

Una joven revisa su correo electrónico en el móvil.
Jessica Mouzo

“No quiero sonar amenazante, pero si llega a haber nuevo Juicio de Nuremberg, me pregunto si ustedes podrían ser juzgados por colaborar con la tiránica farsa del covid”, dejó escrito un señor en un correo electrónico enviado a mi bandeja de entrada en uno de esos largos meses de pandemia. Qué barata sale la amenaza. O el aburrimiento. Ni un sello tienes que pagar ya. Solo un clic. Un progreso en los canales de comunicación que, sin duda, ha agilizado el tráfico de información con respecto al vetusto correo postal o al fax, pero ha eliminado también cualquier tipo de filtro, remilgo o prudencia en el contacto. Ahora, es la selva.

Pocas cosas hay más ingratas que abrir el correo electrónico cada mañana. A uno se le cae el alma a los pies con ese buzón de entrada atiborrado de cosas pendientes. Se le quitan las ganas de vivir con los 126 mensajes por leer que han llegado en las últimas tres horas. Y se pone en lo peor pensando en los otros tantos que llegarán en un rato. Sobre todo, porque ya antes de abrirlos —antes de que lleguen, incluso—, uno sabe que el 90% son completamente prescindibles. Spam, que lo llaman. Basura.

El correo de un periodista —seguramente esto es extrapolable a otras profesiones— es un pozo sin fondo, un agujero infinito donde uno acaba perdiendo los nervios, la gracia y, si me apuran, hasta la identidad: empiezas siendo redactor de salud y terminas leyendo mensajes donde te venden las bonanzas del intercambio de casas en 80 países.

Tal es el guirigay, que los que somos obsesivos con las burbujas de alerta y el orden, dedicamos una parte sustancial de nuestra vida —minutos, horas— a borrar correos absurdos, o molestos, o inútiles. A vaciar esas pelotitas en la esquina de una pestaña que marcan los mensajes pendientes y sacan de quicio. Un rato cada día a limpiar esa basura. Ya es parte de nuestra jornada laboral.

Desde hace un tiempo, en ese momento Marie Kondo del mail, aprovecho también para desuscribirme de listas de distribución en las que nunca me he apuntado, vaciar el correo no deseado —346 este mes—, o pedir amablemente al interlocutor que deje de enviarme mensajes con información inane para mí y, muy probablemente, para el resto de los mortales. Algunos contestan, responden a lo pedido y desaparecen para siempre de la bandeja de entrada. Otros, en cambio, persisten en su empeño de que una redactora que cubre temas de salud y medicina se interese por el diseño de un nuevo vaso de una famosa cadena de cafeterías o por los últimos vuelos de una aerolínea entre Alicante y Eslovenia.

Y eso que vivimos en el mundo de la atención personalizada, donde los filtros y la inteligencia artificial se supone que afinan el contenido idóneo para el destinatario —véase los anuncios en Instagram—. Pero al final, terminas dándote cuenta de que unos y otros vamos como pollo sin cabeza. Solo así se explica que, en esos correos electrónicos superdirigidos a una persona, te cambien el nombre de pila, el medio para el que trabajas o el lugar donde vives.

Cuenta una amiga al otro lado —en la comunicación corporativa y los gabinetes de prensa— que, efectivamente, hay mucho de eso. De precariedad. “Yo no hago envíos masivos. Es inútil. Es disparar a la nada. Al final, es cabrear al interlocutor. Pero también te digo que el periodismo es un sector tan precario que te encuentras con que un día estás hablando con una persona que lleva literatura en un diario y a los dos meses ya no trabaja ahí. Todos somos víctimas de lo mismo: vamos de culo”, razona. También su buzón de entrada está a rebosar. También ella recibe mensajes prescindibles y envía al rincón de pensar —”la caja de la mierda”, lo llama, más prosaica— a esos contactos inoportunos que escriben a deshora o con contenido fuera de lugar. Todos tenemos una caja de la mierda y, con total seguridad, todos estamos en la caja de la mierda de alguien.

Ese tsunami de mails que, dios nos guarde, amenaza también con replicarse en WhatsApp —hay amagos, por ahora pacíficamente neutralizados—, inutiliza una vía de comunicación otrora ágil (y obstaculiza la entrada y lectura de información realmente útil o interesante) y hace perder el tiempo. Y cabrea. Cabrea mucho. Y contamina: un estudio de 2019 que analizó el impacto de los 64 millones de correos innecesarios — del tipo: “Gracias”, “Recibido” y similares— enviados a diario por los ciudadanos de Reino Unido, constató que estos envíos dejan una huella de carbono inmensa, tanto que si se prescindiera de uno solo de esos mensajes, se dejarían de emitir a la atmósfera 16.433 toneladas de dióxido de carbono al cabo de un año (algo así como retirar de la circulación 3.334 coches de gasolina o a eliminar 81.152 vuelos entre Londres y Madrid). Y, ojo, que abandonar los correos a su suerte en el buzón virtual también mancha el planeta: por cada email almacenado en nuestra bandeja de entrada, se generan 10 gramos de dióxido de carbono al año.

El correo electrónico es un infierno. Y no se acaba nunca. Ahora mismo: 41 mensajes por leer, 54 eliminados y 1.321 archivados en una carpeta de la que desconocía su existencia.

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Sobre la firma

Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.
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