Pensar en un PSOE sin Pedro Sánchez
La agonía del Gobierno, acosado por la corrupción y el machismo, sin Presupuestos y sin una mayoría parlamentaria estable, es a todas luces evidente


El PSOE y el PP son la clave de bóveda del sistema político español desde hace más de cuatro décadas. Los dos partidos se han alternado en el Gobierno en un renovado turnismo que ha dado a España una estabilidad y prosperidad notable y ha cimentado una democracia homologable a la de cualquier país occidental. Siendo ambos capitales, el PSOE ha tenido una influencia mayor, no solo porque ha gobernado 28 de los 48 años de la etapa democrática y tiene en su haber buena parte de las leyes que han transformado el país, sino porque sigue siendo la única formación con fuerza para provocar un terremoto sistémico.
Desde la Transición, el PSOE ha arrinconado su alma republicana, que la tiene, y ha evitado propiciar un debate sobre la forma de Estado, incluso en los momentos más complejos en los que empezó a emerger la podredumbre que rodeaba a Juan Carlos I. Mientras el compromiso de los socialistas con la Corona sea firme, y no hay motivos para pensar lo contrario, los arúspices que presagian desde hace lustros el derrumbe institucional de España no deberían tener motivos para situar a los socialistas extramuros del sistema, como frívolamente hacen de forma cotidiana.
El primer ciclo socialista, con Felipe González, finalizó carcomido por la corrupción; el segundo, con Zapatero, arrollado por la Gran Recesión; y el tercero, con Pedro Sánchez, afronta la fase más crítica por la sucesión de escándalos que golpean su credibilidad en dos aspectos esenciales de su discurso: la lucha contra la corrupción (compromiso que le permitió en 2018 forjar una mayoría imposible en la moción de censura contra Mariano Rajoy) y el feminismo. Y la golpean de una manera incontestable: si Ábalos, Cerdán y Salazar tuvieron poder en el PSOE y en el Gobierno, y tuvieron mucho, fue porque Sánchez lo quiso así. En términos de responsabilidad política, este es un baldón que acompañará siempre al líder socialista.
Es comprensible que Sánchez reitere que va a agotar la legislatura y que seguirá gobernando hasta 2027. Entre otros motivos, porque la potestad de disolver las Cortes y adelantar las elecciones generales es competencia exclusiva del presidente del Gobierno y porque se trata de una de las decisiones más estratégicas que se pueden tomar en política. Sin ir más lejos, en 2023, Sánchez convocó los comicios tras el batacazo del PSOE en municipales y autonómicas, y lo que parecía un órdago temerario le permitió seguir gobernando, aunque fuera en precario y a costa de sacrificar la coherencia. Sánchez, mejor que nadie, sabe que las elecciones no se anuncian, se convocan.
Otra cuestión es que el presidente y quienes le asesoran en La Moncloa y en Ferraz estén realmente convencidos de que este ciclo político aún tiene recorrido. Si esto es así, sí hay motivos para la preocupación porque significaría que estarían instalados en una evidente disociación entre creencia y realidad, ajenos a la percepción general de degradación de la ética pública. La agonía del Ejecutivo, acosado por la corrupción y el machismo, sin Presupuestos y sin una mayoría parlamentaria estable, es a todas luces evidente. Si fuera el caso, Sánchez y su entorno deberían responderse a esta pregunta: ¿Qué estaría exigiendo el PSOE si Feijóo hubiera tenido a dos personas de su máxima confianza en prisión y a un estrecho colaborador bajo sospecha de ser un acosador?
El proyecto político y personal de Sánchez se adentra en 2026 en una disyuntiva diabólica. Lo que puede ser bueno para el presidente, apurar la legislatura con la esperanza de que el temporal de escándalos escampe, puede ser malo para el PSOE, cuyos candidatos autonómicos y municipales se enfrentan, previsiblemente, a sucesivas derrotas electorales que menguarían aún más el poder territorial socialista, ya bajo mínimos. Y viceversa: lo que en principio es malo para Sánchez, someterse él previamente a las urnas con un mensaje centrado en el miedo a que lleguen el PP y Vox, puede ser bueno para los aspirantes socialistas, que llegarían a sus comicios sin la presión de una campaña monopolizada por la política nacional, es decir, por un plebiscito Sánchez sí-Sánchez no.
Esta divergencia entre los intereses electorales de Sánchez y los del conjunto del PSOE fluye por ahora de manera soterrada, pero tarde o temprano desembocará en el gran debate que atraviesa esta organización desde los cinco días de reflexión que se tomó el líder socialista en abril de 2024 para decidir su futuro tras la apertura de la investigación judicial a su esposa. Esto es, pensar en un PSOE sin Sánchez. Es lógico que el socialismo sienta vértigo ante este escenario dados los precedentes, fundamentalmente el último, en el que la guerra entre Sánchez y Susana Díaz abrió al PSOE en canal en un episodio cruel y devastador de canibalismo político.
Las primarias (ay, ese momento en el que los partidos optaron por la democracia directa en detrimento de la representativa arrastrados por el 15-M) otorgaron a Sánchez una legitimidad indiscutible. La asunción del poder sustentada en la relación militancia-líder le ha otorgado un control absoluto del PSOE, que ha ejercido sin titubeos con cambios estatutarios que han centralizado la toma de decisiones, a la par que se ha difuminado la influencia de órganos de representación como el comité federal y se ha reducido a la irrelevancia a las corrientes críticas o a los barones regionales, otrora contrapesos de la dirección.
No será hoy, ni mañana, ni pasado cuando el debate sucesorio de Sánchez se abra, pero muchos de quienes forman parte de ese partido son conscientes de que el peso del PSOE en la historia reciente de España es tan determinante que la improvisación no es una buena idea. Mientras ese río llega, es entendible que los escándalos de los últimos meses hayan dejado a sus cuadros y militantes en shock. No lo es que el PSOE, salvo la honrosa excepción de un puñado de mujeres, pretenda hacer creer que todo puede seguir igual, como si no hubiera pasado nada.
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