15.988 días después
Viendo la exhumación de Franco en 2019 me emocioné. De repente entendí aquel silencio de mis abuelos


Recuerdo el día de la muerte de Franco. Lo veo en gris. Quizá porque el recuerdo me lleva a Santander, la lluviosa ciudad en la que nací. Por segunda vez en mi corta vida mi padre me acompañó al colegio en coche. La primera fue el día del atentado contra Carrero Blanco. En ambas, el viaje fue de ida y vuelta tras comprobar que no había clase. El 20 de noviembre de 1975 había fallecido el anciano de voz gangosa al que escuchaban mis padres en la televisión con respeto. Luego comprendí que había en ello la sombra discreta del miedo.
Lo habían aprendido en casa. En la educación sentimental de familias republicanas a las que la dictadura condenó a vivir un exilio de la memoria que hizo que no hablaran de la Guerra Civil ni de política. Habían sido maltratadas por los vencedores, pero habían sobrevivido. Con todo, mi abuela materna susurraba orgullosa de cuando en cuando que veníamos “de la cáscara amarga”.
Aquel miedo siguió funcionando después de la muerte de Franco. Era una tensión que luego asocié al recelo de mis padres hacia algunos vecinos. Uno de ellos, en la propia escalera, vestía el uniforme caqui de comandante del Ejército de Tierra. Otro, en el edificio de enfrente, era padre de uno de mis amigos y lucía la vestimenta gris de capitán de la Policía Armada. Y un tercero, jubilado y a quien mi padre no podía ver del coraje que le daban sus andares taurinos, vivía en el portal del costado de casa y mostraba todavía el rictus arrogante de quien había sido jefe de Comandancia de la Guardia Civil en los años de plomo de los maquis.
En este entorno de clase media surgida del franquismo se desarrolló mi infancia. Fue durante aquella Transición que siempre rememoro en blanco y negro. Una época de auterrepresión que normalizó el miedo y lo sustituyó por una forma de respeto reverencial hacia el orden. Lo comprendí cuarenta años después de la muerte de Franco: el 24 de octubre de 2019. Sucedió mientras veía la exhumación de Franco y me emocioné con las imágenes. No por él, sino porque me hicieron revisitar aquel silencio de mis abuelos que, de repente, entendí en su profunda serenidad.
Me había pasado algo parecido cuando prometí como diputado en las Cortes en la primavera de 2004. Entonces recordé a mi abuelo Juan. Un azañista que condujo a la familia al desastre por no retractarse de sus ideas ni pedir ayuda a sus amigos franquistas para no morirse de hambre. Prometí mi cargo orgulloso de pertenecer a un linaje honorable de resistentes republicanos, pero con aquella exhumación fue más allá. No solo porque brotaron mis lágrimas ante la imagen de aquel ataúd que se tambaleaba en la televisión, sino porque sentí que se estaba resarciendo de verdad la memoria de mi familia.
Viví el momento bajo la luz de un sol otoñal que iluminaba el salón de casa. Me sentí en paz porque se ordenaban muchas piezas del confuso mosaico de la infancia. 15.988 días después del 20-N, la historia arrebataba a Franco el descanso monumental que había tenido hasta entonces en calidad de jefe del Estado. A cambio recibía piadosa sepultura cristiana junto a su esposa. Un gesto magnánimo que permitía a los deudos del dictador portar sus restos acompañados, eso sí, por el silencio juzgador de la historia. Una decisión política que volvía a evidenciar la superioridad moral de la democracia sobre la dictadura. Se daba al verdugo lo que éste negó a las víctimas de su represión. Una lección en directo de memoria histórica. Un acto de piedad democrática que nos reconciliaba de forma sencilla y serena con el pasado. A mí, el primero.
José María Lasalle fue secretario de Estado de Cultura y de Agenda Digital entre 2016 y 2018, en gobiernos de Mariano Rajoy. Su último libro es Civilización artificial (Arpa).
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