Un pueblo de Asturias se vuelca con el Mundial de Bateo de Oro: “No hablamos el mismo idioma, pero nos entendemos”
Durante una semana, Navelgas acoge a más de 530 participantes de 23 países diferentes y se convierte en el epicentro internacional del bateo de este metal precioso

“A sus puestos”, avisa el comentarista del Campeonato Mundial de Bateo de Oro que se celebra hasta el sábado en Navelgas, un pequeño pueblo de Asturias de unos 300 habitantes. “Preparados… listos, ¡ya!”, grita. Laura Mallo, de 39 años, agarra el cubo y vuelca en su batea parte de los 20 kilos de tierra que contiene. Luego lo sumerge en el agua y empieza a remover. Su novio, Adrián Da Rocha, de 35 años, mira atentamente: esta ronda es por parejas. Cuando ella acabe, es su turno. “Ahí, ahí hay una”, dice Da Rocha, señalando una diminuta muesca dorada. Laura coge la viruta de oro con la punta del dedo, la mete en la probeta llena de agua y sigue buscando. Encuentra otra, pero debería haber más. “No las veo”, dice con frustración.
Son dos de los 530 participantes de 23 países diferentes que han viajado a esta localidad en la montaña asturiana para competir en busca de pequeñas virutas de oro. “Pero es mucho más que eso”, defiende César Castaño, presidente de la Asociación de Bateadores de Oro Barciaecus, organizadora del evento. “Somos una gran familia que se reúne una vez al año en algún punto del mundo, en algún pequeño pueblo de tradición bateadora, para celebrar esta competición y divertirnos”, cuenta. “Aunque no hablemos el mismo idioma, aquí nos entendemos todos”, dice mientras pone el brazo sobre los hombros de su amigo Rocco Bodrato, un italiano viejo, esbelto y serio al que conoció en una competición de este tipo en 1988. “Amico, grande amico”, se inventa Castaño.

Bodrato ríe, le devuelve el gesto y responde en un italiano sencillo: “Yo no hablo ninguna lengua, ni francés, ni español, ni alemán, pero me entiendo con todos, con sudafricanos, franceses y japoneses”. A su alrededor asienten en señal de aprobación. Brindan con una cerveza que han conseguido en uno de los puestos montado expresamente para acoger a las más de 800 personas que pasarán por el pueblo estos días. También se ha instalado una zona de acampada, casetas con productos locales y un pequeño escenario junto al colegio para conciertos nocturnos. “Esto también sirve para dinamizar la zona y que perdure la tradición de bateo de oro”, dice Castaños. “Y es bonito también para los del pueblo, porque son gente que muchas veces, como mi propia madre, casi no ha salido de España. Ahora tienen la oportunidad de hablar con gente de fuera”.
El oro de Navelgas tiene historia. El pueblo se asienta en el Valle del Oro, conocido así por la abundancia de yacimientos que hay en sus alrededores. Los astures ya lo conocían y lo utilizaban con fines ornamentales, como muestran algunas joyas que se conservan en el Museo del Oro local. Pero fueron los romanos quienes llevaron la explotación a escala industrial, transformando la orografía del valle. “Aquí debería haber una montaña”, dice Castaño, señalando detrás suyo, en dirección a Navelgas.
Los romanos utilizaron la técnica ruina montium y la hicieron desaparecer. El método, que también se utilizó en Las Medulas, consistía en excavar túneles en el interior de la montaña, reforzados con madera, y luego inundarlos con agua acumulada en embalses situados a mayor altitud. La presión del agua colapsaba la montaña desde dentro, la hacía derrumbarse y el oro se extraía de los escombros arrastrados por canales. En Navelgas aplicaron esta técnica para vaciar dos filones de 900 y 700 metros, explican en el museo. Los restos de aquello está en los ríos, donde algunos todavía intentan encontrar pequeñas virutas.

La tradición resurgió siglos después gracias a Enrique Sanfiz, uno de los últimos trabajadores de la Sociedad Aurífera Asturiana, que reabrió las minas entre 1950 y 1956. Tras el cierre definitivo, Sanfiz siguió acudiendo al río con su batea y enseñó a sus hijos y nietos a buscar oro en los cauces del Navelgas, el Naraval y el Yerbo. De ese legado nació la Asociación de Bateadores de Oro Barciaecus, fundada en los años noventa, que transformó el bateo en una práctica cultural y deportiva. Hoy, ese gesto milenario de remover arena en busca de una chispa dorada se ha convertido en una forma de identidad para el pueblo.
El bateo está basado en un principio muy sencillo: el oro pesa 20 veces más que el agua y entre 6 y 7 veces más que el resto de minerales que contienen las piedras y arena que forman el cauce del río. Al sumergir la batea —el plato casi plano con dientes— en el agua y remover, el oro debería aguantar mientras el resto de sedimentos desaparece. Lucas Kozoň, un competidor de la República Checa, confiesa en un inglés muy regular que está lejos de la victoria. “No he entrenado mucho este año”, se lamenta. Pero el viaje de vacaciones al norte de España y las amistades que hecho aquí no se las quita nadie. “Es mi primera competición fuera de mi país. He venido a intentar ganar, pero también a hacer amigos y conocer gente de otros países”.

El más entusiasta es Sanjay Singh, presidente de la Asociación Mundial de Bateo de Oro. Celebra el número de personas que se han apuntado este año. “Es la competición más grande que hemos hecho desde el covid”, dice. Luego se desvive en elogios para los organizadores del evento, y para España y los españoles en general. “La gente española es siempre divertida, simpática, cariñosa”, asegura. Defiende la competición y sus estatutos, donde se estipula que debe realizarse siempre en un lugar con tradición de bateo de oro. “Siempre nos juntamos en pueblos junto a las montañas, ya sea aquí, en Japón o en Sudáfrica”, remarca, y vuelve sobre una idea que permea entre todos los participantes: “Cada uno habla un idioma, pero acabamos entendiéndonos y haciendo amigos”.
La ronda de Adrián Da Rocha y Laura Mallo terminó mejor de lo que esperaban. Da Rocha llevó la probeta hasta el juez y firmó sus nueve virutas de oro, minúsculas. Les dijeron que en los dos cubos debían encontrar entre 10 y 20 virutas de oro, así que calcularon que habían perdido bastantes en el agua arenosa. Mallo encontró solo dos y Da Rocha siete. Son vecinos del pueblo y, aunque no batean habitualmente, conocen la técnica. Llevan toda la vida viendo a la gente batear en el río. Sin embargo, cuando terminaron de batear todos los participantes, Mallo se enteró del número de virutas que tenían que encontrar. “¡Había solo 10 entre los dos cubos!”, le dice feliz a Da Rocha. Les ha faltado una. Nada mal. A lo mejor consiguen pasar a la siguiente ronda.
En el pueblo, a 200 metros de la escuela y de la zona de competición, una señora cargada con dos bolsas de la compra se para a hablar con tres extranjeras. Después de muchos intentos y con el traductor de Google de por medio, la señora consigue entender que ellas son de Francia, Canadá y Nueva Zelanda. “Muy lejos, muy lejos, muy lejos está eso”, dice, pero ellas no entienden. “Yo soy la madre de César, el que ha organizado todo esto”, les informa. Ella Irene Gancedo, de 80 años, y está hablando de César Castaño, el máximo organizador de esta competición. A lo mejor no le conocen. “Bueno”, se despide, “que tengáis mucha suerte en la vida, mucha suerte, pasarlo bien”. “Qué alegría hablar con ellas”, dice. “Si las entendiera, bueno”, confiesa después, “no dejaba que se fueran”.
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