¿Tiene base la causa contra el fiscal general? ¿Debería dimitir? Siete juristas analizan el caso
Abogados, jueces y penalistas analizan el procesamiento de Álvaro García Ortiz, un hecho insólito en nuestra democracia


El procesamiento del Álvaro García Ortiz abre una etapa inédita en democracia. Nunca un fiscal general del Estado había estado al borde del banquillo, y pese a que el Estatuto Fiscal prevé la suspensión de empleo y sueldo para los fiscales en esta situación, mientras sea fiscal general García Ortiz está fuera de la carrera y no se le aplica el Estatuto. Numerosos juristas cuestionan gravemente la instrucción del magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado por anómala, pero incluso dentro de este sector hay voces que defienden que la imagen de un fiscal general en el banquillo supondría un inadmisible deterioro para la institución. El caso ha abierto múltiples interrogantes y debates: ¿Tiene base la causa judicial? ¿Debería dimitir el fiscal general? Siete juristas analizan el caso:
Manuel Cancio, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid
“No debe dimitir porque el auto no merece credibilidad”
A mi juicio, la instrucción que se ha seguido está fuera de toda normalidad. No cabe alcanzar otra conclusión distinta de que el resultado de la misma estaba decidida de antemano por el instructor, a la vista de cómo ha ido tratando los elementos fácticos indiciarios que han ido apareciendo en la investigación.
Que llegue a la conclusión de que hay indicios racionales de que fueron el fiscal general del Estado y la fiscal provincial de Madrid quienes filtraron el correo del abogado de González Amador a la prensa no tiene explicación racional: en primer lugar, los hechos indiciariamente averiguados deben ser delictivos. ¿Cómo es posible que sea un dato reservado, un secreto, algo ya de conocimiento público en el momento en el que supuestamente se filtró por el FGE? En segundo lugar, debe haber indicios de que fue precisamente el FGE quien filtró: ahí, el auto no explica -más allá de decir que se trata de una declaración “subjetiva”- cómo puede descartar de plano la afirmación de varios periodistas que declararon que alguien les facilitó el correo antes de que lo tuviera el FGE. En segundo lugar, el instructor parece tomar como indicios de que fue el FGE el filtrador el hecho de que no quisiera responder a determinadas acusaciones —como si no estuviera en su perfecto derecho hacerlo—, y que borrara el contenido de sus dispositivos personales —como si no tuviera derecho al secreto de sus comunicaciones, como cualquier ciudadano, y siendo además el FGE en el ámbito reservado de la institución—. Finalmente, descarta que fuera cualquiera de las múltiples personas que tuvieron acceso al correo electrónico cuando se le facilitó al FGE y antes de ese momento la que filtrara el mismo. Y ya como guinda de todo su sesgo, afirma que fue el Gobierno quien llevó a cabo un uso político del correo —así, porque sí.
Es un auto extrañísimo que tapa la operación mediático-fake news del Gobierno de la Comunidad de Madrid de inventarse una persecución en una “operación de Estado”, y desvía la atención del hecho de que, de nuevo, alguien próximo a la presidenta se ha lucrado, como comisionista, de la pandemia, y, encima, eludió delictivamente el pago de sus impuestos.
En condiciones normales, si con la conclusión de la instrucción se llega a este punto del procesamiento, esto arroja una sombra de duda sobre la persona que pasa a ser acusada. Y un cargo público debe dimitir. Pero esta instrucción es tan exótica, el juez instructor ha trabajado tan mal, el auto de conclusión es tan claramente contrario a Derecho que, sólo en estas condiciones excepcionales, es justo lo contrario: no debe dimitir, porque el auto de Hurtado no merece ningún respeto y ninguna credibilidad.
José María Fuster-Fabra, abogado penalista
“Tres razones por las que el fiscal general debería dimitir”
El auto del magistrado Ángel Hurtado es, con carácter general, un auto detallado, trabajado, extenso. Más extenso, en realidad, de lo que suelen ser este tipo de resoluciones, aunque se entiende por la enorme trascendencia del asunto que trata. El juez Hurtado ha expresado su opinión sobre los indicios que existen en la causa y que son suficientes como para pasar a la fase de juicio oral. Ahora le tocará a la defensa del fiscal general rebatir esos planteamientos. Con independencia de todo esto, y respetando siempre el derecho a la presunción de inocencia, creo que llegados a este punto Álvaro García Ortiz debería presentar su dimisión y dar un paso al lado. Y debería hacerlo por tres razones.
La primera es por él mismo: ha de ser incómodo tener que colocarse en una posición de defensa siendo, al mismo tiempo, el fiscal general del Estado. La segunda razón es por respeto a la propia institución: es uno de los lugares clave en el ámbito de la justicia en España. Un fiscal, un presidente de sala del Tribunal Supremo, un presidente de un tribunal superior de justicia… Creo que todos ellos son cargos en los que, como se dice vulgarmente, no solo hay que actuar honradamente, sino que, además, hay que parecer que se actúa honradamente. Y la tercera razón por la que, con todo el respeto hacia el fiscal general, debe apartarse del cargo, es por el papel que puede tener que desempeñar el fiscal que esté en ese momento en sala, cuando se celebre el juicio, algo que todo parece indicar que va a suceder. El fiscal que lleve el caso se va a encontrar en una posición igualmente incómoda. Actúe como actúe, sobre esa actuación relacionada con el jefe de la Fiscalía va a quedar con una sombra de sospecha.
Mercedes García Arán, catedrática de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Barcelona
“El caso es tan excepcional que genera dudas que se deba aplicar el criterio general de la dimisión de cargos públicos cuando se abre juicio oral”
El auto que cierra la investigación sobre el fiscal general del Estado se empecina en apreciar indicios de revelación de secretos cuando ha quedado claro que la información supuestamente revelada de forma irregular ya circulaba en medios periodísticos antes de que fuera conocida por el fiscal y, por tanto, no era secreta. No sólo no se afianzan los indicios, sino que se añade sin motivación alguna una supuesta instrucción del Gobierno para que la Fiscalía actuara irregularmente. Con tan escasos fundamentos, se ha allanado el despacho del fiscal general poniendo el peligro —ahora sí—, la confidencialidad de informaciones allí custodiadas. El daño para una institución fundamental para el Estado de derecho es de tal calibre que sólo nos queda esperar que sea reparado mediante los recursos de que dispone el ordenamiento para contrarrestar decisiones judiciales erróneas como ésta.
El caso es tan excepcional que ofrece muchas dudas aplicar el criterio general de la dimisión de cargos públicos, (todavía inocentes por no haber sido juzgados) cuando se abre el juicio oral contra ellos, sobre el que existía un cierto acuerdo. Desde luego, el principio de igualdad ante la ley exige que los casos iguales sean tratados de manera igual, pero a mi juicio, éste no es un caso igual al de otros en los que ha habido indicios de criminalidad de algún cargo público: aquí se han aportado datos suficientes como para descartar la responsabilidad penal, empezando por la misma declaración del Tribunal Supremo validando la nota informativa de la Fiscalía. En general, la dimisión es un acto político dirigido a evitar mayores perjuicios para la institución, pero en mi opinión, el insoportable embrollo creado hace dudar de si realmente beneficiaría a la institución o, al contrario, sería percibido injustamente y sin motivo, como un reconocimiento de culpabilidad.
Elisa de la Nuez, abogada
“Desde un punto de vista institucional es insostenible que no dimita”
Con el auto del juez Hurtado de 9 de junio de 2025 que considera que existen indicios suficientes para entender que el fiscal general del Estado y su subordinada María Pilar Rodríguez Fernández han podido cometer un delito de revelación de secretos, desestimando por tanto sus solicitudes de sobreseimiento, entramos en una fase inédita del deterioro institucional español: salvo que se estimen los recursos de García Ortiz y de Rodríguez Fernández nos podemos encontrar con el espectáculo asombroso de tener nada menos que a un fiscal general del Estado sentado en el banquillo de los acusados.
El fundamento jurídico y sobre todo fáctico del auto probablemente no convencerá a nadie que lo lea desde una óptica partidista: es evidente que nos encontramos ante un caso profundamente politizado tanto por los partidos como por los medios de comunicación como por los propios protagonistas. A mí en particular me parece que los indicios apuntan a que el fiscal general decidió, bien a iniciativa propia (esos whatsapp sobre ganar el relato) o bien a instancia de terceros filtrar el famoso correo sobre la conformidad por delito fiscal de la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid. La razón es muy simple: hubiera sido facilísimo demostrar que no fue así, simplemente enseñando sus correos y su teléfono: pero lo cierto es que los borrados y cambios de móvil lo han impedido, y las justificaciones sobre esta forma de proceder han sido confusas y contradictorias.
En todo caso, desde un punto de vista institucional es insostenible la situación: el fiscal general del Estado no es un miembro más del Gobierno: es el representante del ministerio fiscal que debe velar por la legalidad y el superior jerárquico de todos los fiscales. ¿Qué credibilidad puede tener un Fiscal que les da instrucciones desde el banquillo?
Xabier Etxebarria, abogado y profesor de Derecho Penal
“Es comprensible que no quiera que con su dimisión se logre el objetivo político de la querella”
La protección de las comunicaciones entre la Fiscalía y las partes es afortunadamente objeto de protección del delito del art. 197 del Código Penal y un elemento fundamental para que las defensas puedan hacer su trabajo. Si se ha vulnerado la intimidad de datos reservados es algo que decidirá el Tribunal Supremo.
No cabe duda de que ver a un fiscal general del Estado sentado en el banquillo de los acusados es una anomalía, algo excepcional e indeseable, que hace daño a la administración de justicia. Desde este punto de vista, la dimisión menguaría el daño que la institución ya ha sufrido.
Pero las evidentes penetraciones e implicaciones políticas, las dudas sobre la imparcialidad del instructor que derivan del contenido de sus autos, la ausencia de dudas sobre la intencionalidad política de las acusaciones populares, la asombrosa y también indeseable presencia de una asociación de fiscales como acusación, hacen también comprensible que el fiscal general no quiera que con su dimisión se logre el objetivo político de la querella. Apuesta por dar la batalla por la absolución en la sala y en el foro público, con todo lo que eso va a tensar los próximos meses. Ojalá que pueda haber sentencia cuanto antes y se pongan las cartas sobre la mesa. Como tantas veces, la actualidad política y los intereses en juego debilitan la fortaleza del derecho a la presunción de inocencia: ir camino del banquillo ya lleva una condena.
Mariola Urrea, profesora de Derecho Internacional y de la Unión Europea
“No se puede dirigir la Fiscalía y sentarse en el banquillo”
El debate de la dimisión ya se planteó con intensidad cuando se inició la investigación y, aunque tuvo sentido entonces apelar a la resistencia en el puesto como defensa contra una “no causa”, su procesamiento ahora incrementa seriamente los costes institucionales de mantenerse en activo y, más importante aún, limita el intento de denunciar lo que parece evidente. Dirigir la Fiscalía y sentarse en el banquillo de los acusados al mismo tiempo no es posible sin condicionar el instrumental a utilizar por la defensa, ni tensionar las costuras del sistema más allá de lo aconsejable. Así, ¿sería realista imaginar al fiscal general acusando de prevaricación al juez que ha instruido esta causa?
En España es la primera vez que se persigue penalmente al titular de una institución tan relevante, pero tampoco es habitual que se investigue una filtración periodística como un delito de revelación de secretos, ni que se ordene un registro desproporcionado en la sede de la Fiscalía con el mandato de interceptar todos los dispositivos electrónicos de Álvaro García Ortiz. Más raro resulta todavía que se le atribuya un presunto delito por entender de manera indiciaria que ha sido él quien filtró un correo cuando eran decenas de personas en la Fiscalía las que tenían acceso a su contenido; sin contar a las partes implicadas en el propio proceso de fraude fiscal en el que está implicado el novio de Isabel Díaz Ayuso.
Las singularidades de este proceso son tantas que no faltará quien sostenga la conveniencia de que el fiscal general permanezca en el cargo. Lo considero inadecuado, porque contribuiría a restar atención a lo verdaderamente mollar: la conformidad a Derecho de la causa. Y es que la instrucción y el auto de procesamiento arrojan no pocas evidencias de una actuación judicial peculiar con consecuencias sobre las paredes maestras de todo proceso judicial de carácter penal. Nos referimos, de una parte, al principio de presunción de inocencia que protege al encausado y exige probar de manera robusta aquello que se le imputa; y, de otra, a la obligación de imparcialidad que compromete al juez tanto en su dimensión objetiva como subjetiva. Se trata, en ambos supuestos, de garantías irrenunciables en un Estado de derecho que protege a cualquier ciudadano, también al fiscal general. Con dimisión o sin ella, ¿cómo se restablece ahora la confianza en el proceso? ¿Y quién responde por el daño causado al sistema?
Joaquim Bosch, magistrado
“Más conjeturas que indicios”
La causa contra el fiscal general del Estado presenta aspectos jurídicos problemáticos desde su origen. La jurisprudencia subraya que, para abrir un proceso penal contra un aforado, deben concurrir indicios reforzados de delito. Sin embargo, desde el máximo respeto al Tribunal Supremo, lo cierto es que las resoluciones del caso no han detallado con claridad esos elementos indiciarios. Se han presentado más bien en forma de sospechas, conjeturas y posibilidades.
Como indica el auto que sitúa al fiscal general del Estado al borde del banquillo, Álvaro García Ortiz “podría” haber difundido información de carácter reservado a un periodista, porque tenía los correos en su poder. Pero otras decenas de personas contaban igualmente con acceso a esos datos, por lo que también podrían haberlos divulgado. Nos movemos en el terreno de la inferencia hipotética. Y no en el de los indicios de autoría. No hay relación de causalidad que nos pueda llevar a concluir que la posesión de esos correos lleva necesariamente a su difusión por parte de una persona concreta.
Se trata de elementos incriminatorios de muy escasa entidad para llevar al banquillo a un acusado. Aquí haría falta algún contacto demostrado con un periodista, algún mensaje con alusiones a una posible difusión, alguna llamada que pueda conectarse con la filtración de los correos. No existe nada de eso en las actuaciones judiciales. Se reprocha a García Ortiz que no respondiera a las preguntas del magistrado instructor o que borrase los datos de su teléfono. Sin embargo, en el proceso penal el investigado no tiene el deber de aportar pruebas para inculparse, porque es la investigación la que debe recabar indicios suficientes de delito que puedan convertirse en material probatorio para una sentencia condenatoria.
Ante la ausencia de indicios sólidos de autoría, parece comprensible que el fiscal general del Estado considere que no debe dimitir. En estas situaciones, la renuncia está vinculada a parámetros de ética pública, porque un cargo institucional no debe seguir en su puesto cuando su conducta resulta contraria a la ejemplaridad, aunque no haya sido condenado. La dimisión debe producirse solo cuando hay certeza de actuaciones manifiestamente reprochables.
Un juicio contra un fiscal general del Estado es un acontecimiento sin precedentes. Sería obligatorio si la conducta delictiva fuera evidente y no suscitara dudas razonables. En caso contrario, la situación es más delicada. Y más aún en un contexto de acalorada crispación política y de reiterados conflictos institucionales entre el Tribunal Supremo y el Gobierno. Una decisión judicial muy discutible aquí puede ser interpretada desde la clave de ese choque entre altas instituciones del Estado. Y eso no es positivo para nuestra democracia constitucional.
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