El romancero gaditano, una suerte de monólogo en verso, triunfa en carnaval
El auge de esta modalidad pone en valor su importancia en la fiesta de Cádiz, de interés turístico internacional, donde mujeres y hombres que, armados con un “cartelón” y un repertorio de octosílabos, desafían a la multitud con su ingenio y sátira

Es carnaval y en Cádiz no cabe un alfiler. Las agrupaciones se disputan cada esquina para interpretar sus repertorios, pero en una de ellas, a la luz de una farola y ante la puerta de un estanco, una mujer —mitad torera, mitad toro— sostiene un cartelón. No tiene agrupación. No la dirige nadie. Es Ana Niño, una de tantos romanceros que, en soledad, desafían a la multitud. “¿Sola? —defiende—, me acaban de escuchar cincuenta personas. A mi madre le digo muchas veces que no se preocupe. Hay mucha gente que me sigue y me siento muy arropada”.
El romancero es un verso suelto. Deambula con su cartelón —una pancarta rígida que hace referencia a la crítica que pregona—, cargado de octosílabos y retranca, abriéndose paso en una ciudad repleta de coros, comparsas y chirigotas. Solo ante un público cambiante, con la calle por escenario y la sátira por bandera, el romancero debe convencer, hacer reír, provocar, mantener la atención en medio del maremágnum. Es quien mejor encarna la resistencia del individuo en una fiesta de masas, y no solo del individuo, sino de la propia modalidad.
En 2025, el Concurso Oficial de Romanceros del Ayuntamiento de Cádiz ha batido récords de participación con cincuenta y dos inscritos, pero no siempre fue así. “Es una locura. Hace veinte años apenas éramos cuatro gatos con un cartelón, y ahora ves a personas de todas las edades atreviéndose con esta modalidad”, cuenta Sergio Torrecilla, un veterano romancero con más de veinte años de experiencia.

La modalidad más olvidada del Carnaval de Cádiz
Santiago Moreno, doctor en historia contemporánea e investigador especializado en historia social del Carnaval de Cádiz, echa en falta más estudios e investigaciones sobre el romancero, piensa que por el papel secundario propio de esta modalidad y pese a su idiosincracia. “El romancero existía ya a finales del siglo XIX y se consolidó en las primeras décadas del siglo XX. Durante el franquismo, desapareció junto al carnaval, pero reapareció en los años 50 con las ‘Fiestas Típicas Gaditanas’, aunque bajo una fuerte censura”, sentencia Moreno.
Es incierto que su origen esté en el propio carnaval, de hecho los versos se recitan pero no se cantan. “Mi hipótesis es que el romancero proviene de los pliegos de cordel, historias rimadas que circulaban por pueblos y ciudades en los siglos XVIII y XIX. En Cádiz, al coincidir con el carnaval, se habrían adaptado a temáticas carnavalescas”, defiende el doctor en historia.
En un universo tradicionalmente masculino, las mujeres han ido poco a poco encontrando su espacio, no sin dificultades. Ana Niño ha acudido hoy a trabajar con dos coloretes en sus mejillas, un olvido tras la pasada madrugada. Es matemática, y se dedica a combatir desde la universidad cómo mitigar las recaídas en casos de leucemia infantil.






Al anochecer cuenta octosílabos mientras recita la historia de su alter ego con mucho desparpajo, pero no siempre resulta fácil: “Yo tengo muy poca vergüenza, pero también hay bastante sinvergüenza en la calle y tengo muchas anécdotas, algunas feas. Aun así hay mucha gente bonita que te apoya y arropa”. “Y me gusta escuchar. Que también eso es lo bueno del romancero, que yo puedo escuchar lo que a mí me da la gana. Y cuando quiero darle al palito [interpretar su romancero] le doy y si al público le gusta, pues mejor”, añade.
“Musa de elegancia y porte
Y aunque yo imponga a priori
Conmigo tú no te corte
Me podéis llamar Taurori”
Nazaret Jiménez tiene TDAH, dislexia y algunos rasgos síndrome de Asperger. Es muy tímida, pero al darle un golpe al tablón se transforma en “La Colirio” y sus versos golpean con fuerza. “Interpretar mi romancero me permite estar sola y ser independiente. El tipo me aporta seguridad, y me convierte en otro personaje más extrovertido”, aclara. Nazaret sale por las calles de Cádiz a diario a recitar sus versos, pero el miércoles decidió no hacerlo. La noche anterior un desconocido la agarró y le dio un beso no deseado en la boca. No es la primera vez que vive una experiencia traumática. Hace siete años pensó en dejarlo: “Un tipo me pegó dos ‘guantás’ porque mi romancero se llamaba ‘Un par de hostias bien da’', algo que no olvidaré jamás”. “Hay chistes que si los hace un hombre hacen gracia, pero si los hace una mujer caen mal”, reflexiona.
“Un día a mí me gritaron
Anda, vete a cocinar
Que la mujer está pa eso
Y les tuve que contestar
Yo valgo pa muchas cosas
Por ejemplo cultivar
Yo planto la semillita
Y allí me pongo a regar
Cuando crece el arbolito
También lo puedo talar
Cuando tengo la madera
El serrucho puedo usar
Entonces me meto a carpintera
De las buenas por supuesto
Y te hago un ataúd
Pa enterrá a to’ tus muertos”

Luis Martínez nació en Huelva, pero su corazón late a golpes de tablón. En 2018, después de años de admiración hacia esta modalidad, dio el salto. “Con dieciocho años vine por primera vez a Cádiz y me encontré con unos romanceros por la calle. Fue un flechazo”, recuerda. “Nunca imaginé que llegaría hasta aquí”. A pesar de no ser gaditano, Luis se ha hecho un hueco en el carnaval y este año ha obtenido el segundo premio del Concurso Oficial de Romanceros, en una final celebrada en el Gran Teatro Falla.
De lunes a viernes, trabaja en Huelva luchando contra el fraude como asesor bancario, pero cada carnaval se instala en Cádiz, alquila un piso y se dedica a su verdadera pasión. Hoy porta una corona, como la que podría haber lucido Alfonso de Borbón, si al rey emérito no se le hubiera disparado la pistola pero estos carnavales nos desvela con humor qué ocurrió aquel fatídico día. Esta noche también ha actuado tras David Caro, ‘Pepe El Espía’, en el Bar La Casapuerta. Al acabar, coge su tablón en busca del lugar idóneo para que cobre vida Alfonso de Borbón, “se fue de este mundo con muchas cosas por decir y el romancero también sirve para eso, para dar voz a quienes no la tienen”, concluye.
“Felipe no opina de na’
Una entrevista la teme
Felipe arriesga meno
Que el Dj de Kiss FM”
Sergio Torrecilla se define como un ‘ayatolá’ del octosílabo y defiende la pureza del romancero, al que vio peligrar hace unos quince años. “Desde entonces ha ido ganando adeptos y las calles están repletas de cartelones”, resume con alivio. El romancero necesita un ecosistema muy concreto, con un lugar adecuado en el que el público pueda oír bien los versos, y no es nada fácil con los miles de aficionados que abarrotan la ciudad estos días. El volumen de los instrumentos de otras modalidades —caja, bombo, pito, etc…— dificultan también el normal desarrollo de esta modalidad. “El romancero es de casapuerta. Vas solo. No te puedes refugiar en un grupo si la voz te falla”, explica Torrecilla.
A altas horas de la madrugada, los romanceros recogen sus cartelones. La ciudad empieza a desperezarse de su propia euforia. Luis — el fantasma del hermano del rey emérito— guarda el rifle de madera con la satisfacción del trabajo bien hecho. Ana se pierde por una calle menos transitada. Nazaret apura un último verso improvisado antes de retirarse. En una fiesta donde todo es coral, el romancero es la resistencia de la palabra. La última trinchera de la sátira sin filtros. Un desafío a la multitud, solo con un cartelón, un palo que golpea los sentidos y una historia por contar.

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