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Roberto Verino: “Lo importante es que se mantenga el legado. Si la firma sigue viva, yo también lo estaré”

Tras cuatro décadas en la industria textil, Roberto Mariño garantiza la continuidad de su visión de la moda junto a su nieto Iago Jover

“Tengo dos frases de Roberto grabadas”, dice Iago Jover Mariño (Barcelona, 23 años). “La primera es ‘la calidad no se controla, se elabora’. La segunda, ‘no buscamos vestir el cuerpo sino el alma’. Creo que resumen muy bien su filosofía”. No son eslóganes; más bien son axiomas. Si algo ha defendido durante cuatro décadas esta enseña es el “armario emocional”, citando una vez más a su fundador —tan prolífico en lo sartorial como en lo verbal: pocos interlocutores regalan tantos titulares en una entrevista—. “Va más allá de hacer ropa. El diseño es una herramienta que permite dar forma a esa manera de ver la moda y la vida”, apunta el flamante director de innovación de la firma. Lleva poco más de un año en el cargo, pero ya destila un ideario que es más vital que corporativo.

“Siempre he defendido unos valores”, apuntala Roberto Mariño (Verín, 80 años), más conocido por su apellido artístico: Verino. “La moda es una aportación de uso cotidiano indiscutible, puede hacer que mucha gente disfrute sintiéndose bien consigo misma. Lo que quiero es potenciar la autoestima”. La moda siempre debería ser una decisión personal. “Tristemente, mal entendida se convierte en un sufrimiento”. O una esclavitud. “Esa obsesión por estar a la última es un error”, afirma, renegando de la sucesión de tendencias efímeras que hablan más del disfraz que de la persona. “Claro que sería más fácil dejarme llevar por la vertiginosidad, esa ola que me permitiera ganar más clientes. Pero he querido que el resultado de mi trabajo sea consecuencia de hacerlo bien”.

Tal vez por eso, y no a pesar de ello, ha levantado una de las firmas de autor más solventes del panorama español: cerró el año pasado con un volumen de negocio de más de 35 millones de euros, 400 empleados, 164 puntos de venta —24 de ellos propios— entre España, México y Portugal, y un plan de expansión ambicioso pero cabal. Es decir, fiel a sus principios. “Sin correr, sin confundir, sin disfrazar”.

Autenticidad, atemporalidad, calidad, sencillez son palabras constantes en su discurso. “Es la moda que me interesa”, defiende. No hace un alegato dogmático del minimalismo. Pero sí de una noción del vestir que se aleja del artificio y la novedad gratuita en favor de una atemporalidad que entronca con la idea de poner la ropa al servicio de quien la lleva y no al revés. Por el 40º aniversario de la firma, hicieron en 2024 una exposición itinerante —con una declinación en el metaverso de la que se encargó Jover, uno de sus primeros proyectos como director de innovación— que recorrió España y cuatro décadas de historia con sus emblemáticas campañas, fragmentos de entrevistas, vídeos de desfiles. “Era maravilloso ver a gente emocionarse al ver cosas que habían llevado, y que aún llevan. A eso me refiero cuando hablo de armarios emocionales: prendas que cuentan recuerdos, que perduran”.

Que, seguido de cerca por el traje, la gabardina sea su prenda fetiche —­centenaria, inamovible y pragmática sin dejar nunca de destilar estilo— es significativo. “Lo funcional no está reñido con lo bello”, escribía el diseñador en la carta abierta con la que quiso homenajear a Giorgio Armani, a quien se refiere como su ídolo, y repite ahora. El tan pregonado lujo silencioso quiso adjudicarse una idea que el gallego lleva décadas postulando. Aunque él prefiere hablar del lujo de la discreción más que del lujo discreto. “Lo más difícil es que, siendo sencillo, se note”, apunta.

Todo casa. A las oficinas de la enseña en Ourense las llaman “el cubo”. Para el diseñador, esa figura que se traza con líneas rectas es la esencia de la sencillez. “Una prueba de lo que pienso. Lo pongas como lo pongas siempre lo verás igual, estable”.

Está en su logo, el que le diseñó en los noventa América Sánchez, artífice del distintivo de los taxis de Barcelona, el Museo Picasso y Vinçon, la imagen de la candidatura de los Juegos del 92, y varias portadas de Ajoblanco. Incluso en su bodega, Gargalo, que abrió en 1996 y reivindicó la tradición vinícola de Verín: son tres cubos de granito cuyos vértices señalan los puntos cardinales. “Mi padre siempre decía que no podemos perder el norte”. Tal vez la máquina de coser —una Singer de hierro forjado de su tatarabuela— que custodia la entrada del taller junto al premio honorífico que la Academia de la Moda Española le dio este julio sea la representación visual más clara de esa forma de pensar. “Lo que demuestran estos 40 años es que hemos sido coherentes”.

Su primera vocación no fue la moda. Sus padres regentaban un almacén de curtidos para la fabricación de calzado. Les fue bien y pudieron dar a sus hijos los estudios que ellos no tuvieron. En 1962 Roberto, el tercero de siete, se fue a París a estudiar Bellas Artes y, para costear la aventura, empezó a trabajar para una empresa textil francesa llamada Billy Bonny. Descubrió su vocación. Cinco años después volvió para desarrollar la licencia en España, produciendo desde Verín. Tras crear una marca de vaqueros que fue un éxito, Marpy Confecciones, estaba listo para dar el salto al prêt-à-porter: en 1982 presentó su primera colección propia. Un año más tarde abrió su primera tienda, y lo hizo en París. En el 33 de la calle Grenelle —la misma donde vivieron Hubert de Givenchy y Françoise Sagan—.

Como tantos gallegos entonces, Mariño se marchó. Pero volvió y lo hizo con la idea de que nadie más tuviera que hacerlo, creando industria —y oportunidades— donde no la había. “No es lo mismo emigrar por elección que por necesidad”, apunta. “Pudiendo montar la empresa en cualquier parte, quiso hacerlo aquí”, señala su nieto. “Y, te lo digo de verdad, nunca me he arrepentido”, asegura el diseñador. No fue fácil. En la zona no había tradición alguna de confección, hubo que enseñar a la gente a coser, patronar, cortar, forrar. “Pero creía que debía intentar contribuir a la mejora social y el desarrollo del trabajo”. Lo hizo levantando una fábrica. También cambiando el Mariño por Verino. Era el mote que le pusieron en el colegio, un recordatorio —no siempre amable— de su origen rural. Convertirlo en firma fue una forma de homenajear a Verín en cada puntada. “Siempre supe que había que defender ese sentimiento de orgullo”, dice.

Hoy, y desde 2002, tienen la sede en Ourense. Allí están las oficinas —­aunque la suya es más bien testimonial: se pasa el día con el equipo— y la zona de empaquetado. Al inicio de la temporada salen cerca de 5.000 prendas diarias. Luego, 800. “Lo más difícil de este negocio es acertar con las cantidades”, dice el diseñador. Abajo están los talleres: mesas de corte, máquinas de coser, estanterías llenas de botones, hilaturas y rollos de tejidos. “Hay telas que tienen 20 años”, dice, echándole el ojo a una que, quién sabe, tal vez esté en la próxima colección. “Creo que eso evidencia los valores que defendemos”. Aunque parte de la producción es externa, aquí se hacen los prototipos. “Funciona como laboratorio”. Que apadrinen un armario atemporal no riñe con el progreso. “La tecnología no viene a sustituir a las personas, sino a permitirles ser más rigurosos, más exigentes”, explica. En los ochenta fueron los primeros en tener un sistema de corte automático Gerber, que luego se usó para el fuselaje de aviones. “Nuestro mundo no permite parar”, afirma, mientras una patronista corta en una versión actualizada de aquella máquina. “Pero, dentro de eso, siempre he defendido que la moda debe ser evolución, no revolución. Si no, no estaría aquí. No puedes estar 40 años rompiendo esquemas”.

Pero sí avanzando. Para eso ha venido su nieto. Jover ya ha digitalizado la comunicación interna y los procesos en tienda, gamificado la formación y creado Roborto, un clon virtual de su abuelo vía IA que funciona como asistente digital. “Venir de fuera de la burbuja suma”, dice Jover. Licenciado cum laude en Ciencias Políticas en Leiden, ni la moda ni la enseña familiar estaban en sus planes. Trabajaba en PLNT —una incubadora internacional de talento joven— cuando su abuelo le sugirió volcar ese expertise en la empresa que él había fundado en 1982 y de la que su madre, Cristina, fue directora de marca hasta 2022, cuando falleció. “Ya estábamos proyectando el legado. No te imaginas el palo”, comparte Mariño. El retrato de su hija, a la entrada de su despacho, le sonríe cada día. “Había que encontrar de nuevo una razón para que la motivación fuera máxima”, concede —y hablamos de un diseñador que habla de jubilarse, si acaso, a los 98 años—. Ese empuje se materializó en su nieto. “Vi en él el espíritu de su madre. Un inconformista total. Tira de ti con su energía”.

Empezó yendo un par de días a la semana, para tantear el terreno. El verano, lo pasó entero allí. Y en septiembre de 2024 se incorporó oficialmente. “No quería equivocarse ni decirme que sí por cariño. Porque una cosa es el afecto y otra la realidad”, concede Roberto Mariño. Pero cuando lo supo, fue definitivo. “Sea al rojo o al negro, si apuestas, vas con todo”, dice Jover.

La confluencia va más allá del lazo familiar. “Somos un poco yin y yang. Yo traigo el ímpetu; Roberto, la experiencia. Mi abuelo me ha enseñado el valor de la paciencia. Y yo espero haberle transmitido que merece la pena seguir peleando”, dice.

—¿Te ves aquí en 40 años?

—Y 400 también.

La idea es y siempre ha sido levantar una empresa que perdure. “Que sea familiar, me encanta, pero lo importante es que se mantenga el legado, los valores”, señala Roberto. “Si la firma sigue viva, en cierto modo yo también lo estaré”.

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