El mazapán de Toledo: una tradición que supera las guerras, crisis y el relevo generacional
Almendra, azúcar y respeto a dos siglos de antigüedad definen a los obradores toledanos, cuyos hornos solo la pandemia logró apagar

Sus hornos apenas se han apagado en casi dos siglos: estaban allí antes de que Toledo contara con alumbrado eléctrico, allá por 1890. Durante generaciones, familias enteras han trabajado entre el aroma cálido del azúcar y la almendra tostada. Resistieron a relevos generacionales, a guerras y crisis, a una pandemia y a la turistificación. Esa constancia ha convertido el mazapán en un verdadero emblema de la ciudad. En 2008 obtuvo la categoría de indicación geográfica protegida (IGP) por parte de la Unión Europea, un reconocimiento que hasta entonces solo ostentaba el mazapán de la ciudad alemana de Lubeca.
Sus obradores, ya en manos de la quinta, sexta o séptima generación, mantienen recetas casi intactas y un proceso productivo que se dispara cada año entre noviembre y diciembre. Preparan variaciones de esta masa en forma de delicias, imperiales, huesos de santo, pastas de almendra y figuritas a las que agregan yemas de huevo, más azúcar, almíbar, otros frutos secos, rellenos de cabello de ángel o manzana y glaseados. Puede comerse crudo, pero lo habitual es dorarlo unos pocos minutos (entre dos y cinco) a 300 grados. Durante la campaña navideña, los equipos crecen y la producción de pastas se duplica o triplica para abastecer a toda España y parte del mercado internacional.
Almendras y azúcar
En la tienda Santo Tomé, durante este periodo de máximo trabajo, producen 35 toneladas de mazapán. Es la más conocida de la ciudad y hasta el director de cine Luis Buñuel filmó una escena de Tristana en la puerta de esta confitería. Tuvieron la audacia, incluso, de hacerse con el dominio mazapan.com en 2002. En este espacio pueden degustarse sus dulces más célebres, escoltados por un monumental Quijote de más de tres metros de altura y hecho de mazapán. Ganador de un récord Guinness, despierta orgullo en sus dueños y cierta desconfianza entre algunos clientes que se preguntan cómo se mantiene intacto.
En las semanas previas a la Navidad producen la misma cantidad que el resto del año. Ana de Mesa (Toledo, 45 años), socia y directora de producción, apunta sobre las delicias, un dulce de mazapán y mucho huevo que lo hace muy jugoso: “En temporada baja hacemos un carro, carro y medio por semana. Solo hoy hemos cocido cinco”. Y aún no han dado las once de la mañana.
En la parte trasera de la confitería, y antes de que lleguen los primeros clientes, todas las mañanas comienzan a elaborarse las pastas. En uno de los pasillos, cerca de donde se enfrían los dulces que salen del horno, se asoma un gorrión atraído por el olor a almendra dulce. En una de las salas, independiente del obrador, las manos expertas asumen la tarea de crear la mezcla que sirve de base a las diferentes preparaciones. “Aquí se lava la almendra, luego se tritura con azúcar y un toque de miel, y se refina”, explica De Mesa mientras señala las máquinas que, desde que se pusieron en funcionamiento en el siglo XIX, solo se detuvieron algunos meses de la pandemia de la covid-19.
Con la mezcla preparada, debe realizarse al menos un refinado para homogeneizar y suavizar la masa. Este obrador suele hacer una o dos moliendas según la época del año y la demanda. En los periodos de mayor trabajo, cuando los tiempos son más ajustados, Santo Tomé opta por una sola molienda.
En una sala próxima, donde se encuentra al menos un tercio de la plantilla y los hornos, el maestro de obrador, Constantino Alambra (Toledo, 53 años) guía a todo el equipo mientras da forma a unas anguilas, un tipo de tarta. Trabaja en Santo Tomé desde los 16 años. En la mesa contigua a la suya, su hijo Hugo, de 20 años, elabora pastas de piñón, y dos plantas más arriba su madre, Valle, junto a un equipo aún más numeroso que el del obrador, pesa y empaqueta las masas, después de que hayan reposado 24 horas para secarse. Es una de las familias toledanas que dedican su vida al negocio del mazapán.
Tras el secado y el empaquetado, esas mismas piezas salen al mercado —ya sea a tiendas de barrio, pastelerías, grandes superficies o ventas directas—, un circuito amplio donde conviven mazapanes acogidos a la IGP Mazapán de Toledo y otros que no se adhieren a ese estándar, cada uno con métodos y calidades distintas.
Este régimen de calidad establece proporciones de materias primas. Por ello, quienes deciden acogerse se diferencian de los demás mediante trucos y detalles técnicos que los distinguen. Santo Tomé, por ejemplo, no utiliza conservantes. Otro productor, José Barroso (Toledo, 71 años), dueño del obrador familiar que lleva su apellido, explica que su diferencial está en el triple refinado de la mezcla: “En general, dan uno o dos refinados. Somos los únicos que le damos tres”. El objetivo es obtener una masa extremadamente suave, sin que el azúcar se note al masticar y sin perder la grasa natural de la almendra. Mientras recorre los pormenores, muestra las tres refinadoras en una esquina de su nave, a unos minutos del centro de la ciudad. Implementó esta práctica cuando se hizo cargo del obrador a los 21 años, tras la muerte de su padre. Según cuenta, otra clave que determina que su producto sea artesanal es el baño en almíbar: este proceso siempre es manual porque solo puede colocarse a brocha, y no con pistola como lo harían las grandes fábricas. Barroso existe desde 1890, cuando la familia decidió comprar el obrador, y José es la quinta generación elaborando dulces. Espera que sean muchas más.
Aunque resulte rutinario, el trabajo en el obrador no está exento de imprevistos. Con dos siglos de historia familiar, tienen infortunios para contar de sobra. Barroso recuerda un incendio 30 años atrás. Comenzó con un cazo derritiendo azúcar. El azúcar se convirtió en caramelo, el caramelo se prendió fuego y alcanzó un mueble de madera. Santo Tomé acogió a personas que huían de la Guerra Civil, y San Telesforo, otro obrador, fundado en 1806, se mantuvo abierto durante la guerra de la Independencia española. Los tres han sido afectados por la pandemia del coronavirus, casi el único periodo en el que se vieron obligados a apagar los hornos por unos pocos meses.
También tienen contratiempos con menos épica. En Santo Tomé, Ana de Mesa menciona que un saco de 25 kilos que tenga una almendra amarga ya puede alterar el sabor. El retrogusto del mazapán debe ser entre dulce y neutro, nunca amargo. “Si alguien en el obrador percibe ese amargor, ese lote se retira y se utiliza para piezas en las que el mazapán no es el ingrediente principal”, cuenta.
El dulce de los 13 siglos
Varias teorías buscan aclarar el origen de este dulce y cómo ha llegado a convertirse en estandarte de Toledo. La más verosímil, y a la que se adscribe la mayoría, apunta a la influencia árabe. Otra hipótesis, más romántica y menos probable, sostiene que fue un invento de las monjas bernardas del monasterio de San Clemente en el siglo XIII. La historia cuenta que, para paliar el hambre tras la batalla de Navas de Tolosa, las monjas mezclaron almendras con azúcar, y lo llamaron “pan de maza”. La leyenda es atractiva, pero habría sido un verdadero milagro: hasta el siglo XVI el azúcar era inaccesible a la gran mayoría de la población. Hoy, en el convento fabrican y venden este dulce.

Las monjas dominicas de Jesús y María apoyan esta versión: “El origen del mazapán en España está asociado a la pobreza: unas monjas de Toledo machacaban la almendra para paliar el hambre. Comían ellas y le daban a la gente del barrio”, cuenta una de ellas. Cuando en este convento comenzaron a elaborar mazapán hace 70 años, todos los procesos eran manuales: pelar las almendras, encender los fuegos de leña para dorar las pastas…, hasta que pudieron comprar una pequeña nave. “A base de sacrificios de nuestras hermanas mayores, ya tenemos una fábrica de mazapán”, dice. ¿Habrá sido la Virgen que le dio la receta en sueños a la madre superiora, como cantaba Carlos Cano?
Así y todo, está claro que las monjas contribuyeron a que no desapareciera. Juan Manuel Albelda Martín (Toledo, 59 años), gerente y sexta generación del obrador San Telesforo, asegura: “Ellas han sido tan transmisoras de esta cultura como las empresas privadas”. El mazapán es también un indicador de la convivencia real de las tres religiones de la que la ciudad hace gala, porque refleja cómo un producto árabe llegó a amasarse y asimilarse en los conventos. Hoy, elaboran o venden este alimento centenario los conventos toledanos de San Antonio, San Clemente, el de Jesús y María y las Comendadoras de Santiago, que dicen con gracia que sus dulces “saben a gloria”. Difícil contradecirlas.
La temporada alta
Delicias, figuritas, pastas imperiales o mancheguitos son solo algunas de las presentaciones que se elaboran y venden sin parar cada año. Barroso señala que la demanda y facturación varían: “Hay años que facturamos un millón de euros y años que facturamos 700.000”, comenta. Santo Tomé, por su parte, registra cifras entre tres millones y cuatro millones, de los cuales en el último mes y medio del año recaudan la mitad.

Desde su oficina en la planta de arriba del obrador, Barroso reconoce que el mazapán sigue siendo un dulce apreciado, pero cada vez menos consumido. Lo atribuye a la simplificación que llevan adelante algunos fabricantes para maximizar la producción: “El mazapán cada vez gusta menos, y la culpa la tenemos nosotros. Al querer abaratarlo, muchos eliminan pasos y hacen que el producto no sea igual”. Otro motivo que afecta la popularidad del dulce es la obsesión por la vida saludable, especialmente entre los jóvenes, que limita y elimina el consumo de azúcares y carbohidratos.
Ana de Mesa lo compara con el lujo silencioso. Antes de los siglos XVI y XVII, cuando el azúcar era inaccesible a la gran mayoría de la población, tener en la mesa una pieza de mazapán implicaba un estatus social muy alto. Por esa asociación histórica, el mazapán sigue funcionando como un símbolo de prestigio que se mantiene en las mesas de las cenas de Navidad.
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