Volver: la vida después del fuego
Semanas después de los peores incendios en décadas, con 400.000 hectáreas quemadas, las personas que han perdido su casa, que han sido testigos de cómo el monte que rodea su pueblo se carbonizaba y que han visto volatilizarse su medio de subsistencia intentan rehacer sus vidas

Ese día, a la hora de comer, Manola Rodríguez vio que unos laureles plantados a la espalda del cementerio de su pueblo, Fervenza, en Ourense, ardían explosivamente y, tras transformarse en una extraña bola de fuego, alcanzaban el tejado de la iglesia, a cuatro metros de su casa. Ella, de 57 años, se puso a gritar, enloqueció de miedo, necesitó la ayuda de un policía local para que le devolviera el juicio y la sacara en brazos de ahí. La misma mañana, a la misma hora, pero a 280 kilómetros de distancia y a los pies de los Picos de Europa, un grupo de ganaderos leoneses, no más de 20, acarreaban como podían 450 vacas asustadas por una carretera comarcal llena de humo y de árboles en llamas cerca de Portilla de la Reina, en una escena que podría haber rodado John Ford. El fuego cercaba el valle y amenazaba con cortar el camino y dejar a todos, hombres y animales, copados y sin escapatoria. Hubo vacas que, aterradas, se salieron de la carretera y acabaron quemándose las pezuñas y muriendo asfixiadas. Hubo hombres que no tuvieron otra opción para salvar la vida que arrojarse al río que bajaba paralelo a la carretera.
Todo esto ocurría el 17 de agosto, cuando España entera soportaba ya 13 jornadas seguidas de ola de calor y llevaba más de una semana sufriendo unos incendios nunca vistos. Un día antes, el 16 de agosto, en la localidad orensana de San Vicente de Leira, no lejos de la aldea de Manola, un antiguo jubilado de la extracción de pizarra, Leopoldo Nogueira, tras dejar a su mujer y a su hija montadas en el coche y este enfilado hacia la carretera de salida, volvió a pie para ver si en el último momento, por una gracia del destino y del viento, su casa se salvaba. No fue así. Y Leopoldo tuvo que darse la vuelta y correr, “dando zapatilla” para alcanzar el coche y, junto al resto de los 50 habitantes que en ese momento se encontraban en el pueblo, escapar del fuego. Las llamas, volando por las copas de los pinos, entraron por el extremo de San Vicente donde estaba la casa de Leopoldo y, tras infiltrarse por las vigas de madera, trituraron 120 de las 150 casas de la aldea, en una lotería siniestra, esta sí, esta no. Ese mismo fin de semana, también en Ourense, pero a 60 kilómetros de los pueblos de Leopoldo y de Manola, un bombero forestal que defendía en sus horas libres del fuego al suyo, Villaseco de la Sierra, recibió la orden de un guardia civil de evacuar o, al menos, de alejarse de lo más peligroso del frente de las llamas. Serafín Álvarez, el bombero, se negó a obedecer con una frase también de personaje de John Ford: “Si ardo es bajo mi responsabilidad”.
Ahora se trata de volver: han pasado un par de semanas de todo aquello, los rescoldos han dejado de humear y en el mismo valle quemado de las 450 vacas asoman como un milagro unas preciosas florecillas moradas. Los meteorólogos anuncian una bajada tímida de las temperaturas y pronostican las primeras lluvias del final del verano. No va a ser fácil. Manola, desde la puerta de su casa, confiesa que se tiró varios días sin poder dormir después de aquella mañana, que aún cualquier ruido que oye de noche la desvela y la asusta, que le ha cogido miedo al monte que se extiende detrás de su casa y le ha acompañado toda su vida. Cuando tiene tiempo rebusca tozudamente con una pala entre los escombros de la iglesia —cuyo tejado se vino abajo— la cruz de metal dorado que estaba en el altar en el momento del fuego y que, según ella, no se ha podido quemar y debe de andar en algún sitio debajo de las toneladas de pizarra del techo. “Ardió san Antonio y san Pedro, y la Virgen de los Dolores, pero yo pienso que la cruz no ha ardido, no sé… Ahora hay que poner la iglesia en pie; nosotros en el pueblo, solos, no podremos, somos 15 vecinos, es mucho dinero, por aquí ha venido mucha gente, yo he dado la mano a muchos, no sé a quién ya, del Obispado y de la Xunta, nos han prometido que sí”.
A su lado está el policía local de O Barco de Valdeorras que aquella mañana del incendio la arrancó de su casa casi a la fuerza. Se llama José Parra, tiene 56 años y cuenta con naturalidad: “Yo vine aquí ese día, entre otras cosas, para avisar a los vecinos de que se fueran, de que corrían peligro. Pero como muchos se negaron a irse, pues me quedé con ellos a ayudar”. El incendio que casi arrasó la aldea de Manola el 17 de agosto se desató cuatro días atrás en Larouco, una localidad situada a 22 kilómetros al sur, en la misma provincia de Ourense, y estaba destinado a convertirse en el más grande de la historia de Galicia: quemó él solo 44.000 hectáreas. Para hacerse una idea: el término municipal de Madrid, contando todos sus parques y zonas verdes, suma 60.000 hectáreas. Ese mismo incendio infestó de llamas las montañas que rodean O Barco de Valdeorras, cuyos 13.000 habitantes se vieron inmersos durante varios días en una niebla gris de humo y ceniza. Y deshizo la aldea de Leopoldo, el que salió corriendo “dando zapatilla”.
Dos semanas después, Leopoldo, acompañado de su mujer, Ana Sánchez, y de su hermana, Soledad, caminan por las calles destrozadas del pueblo. Ana carga a la espalda con un cesto de paja para las gallinas que crían cerca de su nueva casa. Porque ya tienen nueva casa. Leopoldo ha vivido en San Vicente de Leira 78 de los 79 años de su vida (“falta el de la mili”) y Ana sus 69, sin excepción. Y van a seguir haciéndolo: han llegado a un acuerdo con un vecino que tiene una casa vacía que fue también un antiguo bar y que no se quemó. No saben si la comprarán o la alquilarán. “Ya arreglaremos”, dice Leopoldo. Su hermana Soledad también ha perdido su casa, pero como es una segunda residencia le importa un poco menos, aunque le importa mucho. Mira el monte quemado que rodea al pueblo y susurra: “Poco a poco levantaremos las casiñas”. La Xunta de Galicia ha prometido ayudas de hasta 132.000 euros para rehabilitar la vivienda y 16.000 para reponer enseres y muebles. En el caso de segunda residencia, como es el caso de Soledad, el dinero llegará a 66.000 euros para la casa y 5.400 euros para los muebles. Leopoldo y Ana lo han perdido todo, menos las ganas de tirar para adelante, la voluntad de seguir viviendo juntos donde han vivido siempre y la tendencia a revivir unos recuerdos que están todos en este pueblo. Al pasar por la vieja escuela —ahora reconvertida en una vivienda particular— Ana pregunta a su marido y a su cuñada con una sonrisa: “¿Os acordáis cuando de pequeños íbamos 80 niños aquí?”. Los tres comienzan a hablar de aquella escuela llena y por un momento el incendio y las casas quemadas y el bosque muerto dejan de existir y en su lugar se alza otra aldea repleta de gente y de vida. Hoy, además, es un día raro en el pueblo: por todas partes se mueven técnicos de televisión que preparan el telediario de TVE del día siguiente, con Pepa Bueno, que se va a rodar en directo desde aquí. Son tantos los recién llegados, tanta la actividad, que los vecinos, intrigados, acaban preguntando a los periodistas qué es lo que pasa. El mundo al revés.
Mientras, el policía local de O Barco de Valdeorras, José Parra, se levanta temprano una mañana que libra para salir al monte junto a un amigo. Han pasado algunos días después de que, el 31 de agosto, la directora de Protección Civil, Virginia Barcones, diera por finalizada la oleada de incendios que arrasó España desde el día 11. Durante ese tiempo murieron cuatro personas, ardieron centenares de casas y se evacuaron cerca de 40.000 personas. El peor día fue el sábado, 16 de agosto, cuando se produjeron 23 incendios simultáneos considerados peligrosos para las poblaciones cercanas. Fue el día en que ardió el pueblo de Leopoldo, un día después de que Serafín el bombero se encarara a la Guardia Civil o el día en que las llamas amenazaron la localidad de Portilla de la Reina y a sus 60 habitantes y los ganaderos de la zona empezaron a pensar que iban a tener que salir a sacar del infierno a las 450 vacas. Se quemaron en total 400.000 hectáreas, según el sistema europeo de medición Copernicus, la mayor parte en Galicia, Castilla y León y Extremadura. Todas juntas alcanzan una extensión no muy por debajo de la de La Rioja (500.000 hectáreas). Pero conviene mirar las hectáreas de cerca y por separado. Eso es lo que hacen el policía local José Parra y su amigo, el guía de montaña Víctor Fernández, esta mañana. Para ellos también se trata de volver. Lo visitarán por primera vez desde que la oleada de incendios afectó el bosque de tejos de Casaio, en Ourense, El Teixadal, considerado por algunos el bosque más antiguo de Galicia. Ni Víctor ni José saben lo que se van a encontrar. Por eso avanzan con miedo.
Encajonado entre dos altas montañas, acceden a él a pie tras una buena caminata después de superar con un todoterreno una pista de cabras durante más de media hora. Conocen el camino: varios días atrás lo recorrieron acompañados de una veintena de voluntarios para tratar de detener juntos y por su cuenta el fuego que amenazaba el bosque. No lo consiguieron. Fracasaron todas las veces porque no había avionetas o helicópteros que los ayudaran. “Nos dijeron que estaban en pueblos”, explica Víctor. Sigue caminando, obsesionado por saber qué ha pasado con El Teixadal, deseando volver a verlo desde dentro. Desde lejos parece que no ha sufrido muchos daños. Pero hay que acercarse y comprobarlo. Al final llegan: hay algunos tejos muertos, algunos abedules carbonizados, la corona exterior se ha quemado, todo lo que lo rodea ha desaparecido, pero el corazón del bosque, la parte más valiosa, se ha salvado y dentro no hay huella del incendio. “Se ha defendido solo. Aguantó por su propia humedad”, explica Fernández. Añade que el tejo es un árbol misterioso, antiguo, cuyo fruto tóxico alimenta leyendas viejas de guerreros astures que, para no entregarse a los ejércitos invasores romanos, se suicidaron con una infusión de tejo en el monte Medulio, situado en algún lugar no encontrado de Asturias o de Galicia o de León. “Tal vez ocurriera aquí, en El Teixadal”, apunta enigmáticamente Víctor. Después, salta de la leyenda a la infancia: “Pero ojo: mis padres no me dejaban venir hasta aquí, porque este bosque les daba miedo”.
Y de la infancia al presente: “Por suerte no ha desaparecido, y aunque todo el resto de la montaña se ha quemado yo podré seguir viniendo aquí con mis clientes”. Otros dos guías de montaña en la zona, Juanjo Lorenzo y Mónica Rodríguez, una pareja de ingenieros forestales de Ourense que dejaron la ciudad para mudarse al campo, tardarán más en recorrer las zonas devoradas por el fuego que antes visitaban a menudo, entre ellas la montaña más alta de Galicia, Pena Trevinca, mordida por las llamas: “No lo haremos hasta que lleguen las primeras nieves, hasta que el bosque haya recuperado un poco lo que es suyo. Hay que dejar que la naturaleza agonice tranquila”.
Hay quien sostiene que el dichoso monte Medulio se encontraba en Las Médulas (León). Si es así, lo más seguro es que ardiera este verano, junto a buena parte de este lugar considerado patrimonio de la humanidad por la Unesco. La parte más famosa de este paraje único fue solo arañada por el fuego. Pero, en los alrededores, el incendio se ensañó salvajemente con el paisaje: hay troncos de viejos castaños muertos en pie, reventados desde dentro como tizones y ramas y raíces de miles de arbustos convertidos en ferralla negra. En el pueblo de Las Médulas ardieron algunas casas y algunos negocios. El resto, que vive del turismo, está vacío, silencioso, triste. Presenta un desamparo parecido al monte quemado que lo rodea. Basta visitar uno de los hoteles, llamado, precisamente, hotel Medulio, para que el regente, Klever Barreto, cuente el pozo económico en el que el fuego los ha sumido: “El incendio empezó el domingo 10, justo en plena temporada. Yo tenía el hotel lleno, las 10 habitaciones reservadas. Por muchos días. Lo bueno es que hubo gente que había reservado y que anuló, pero que quiso pagar a pesar de todo. Hoy, ya ve, no hay nadie: dos peregrinos que han tomado un café. Eso es todo. He tenido que despedir a mis dos empleados. Un día como hoy, a primeros de septiembre, en el aparcamiento habría cientos de coches. Hoy no hay ni 10. Nadie quiere venir. Se piensan que no hay nada que ver. Y es mentira. Incluso hay artículos por ahí diciendo que las carreteras están todavía cortadas. Hay restaurantes que han cerrado. Yo aguantaré un poco más y luego cerraré hasta el año que viene. A ver si tenemos más suerte”. La Junta de Castilla y León prevé —además de ayudas para las viviendas como las de la Xunta— subvenciones a fondo perdido para negocios afectados por el fuego de hasta 5.500 euros. Klever, de origen ecuatoriano, se apresta a pedirla, aunque asegura que no le enjugará todas las pérdidas.
Cada pueblo alcanzado por estos incendios descomunales de este verano tiene su historia. Pero muchas se parecen: hablan de vecinos solos haciendo frente a un fuego sin medios, con las autoridades y los dispositivos oficiales desbordados. El alcalde pedáneo de Felechares de la Valdería (León), de 150 habitantes, Sergio Ballesteros, de 39 años, recuerda con rabia a las mujeres mayores del pueblo con mangueras, los viejos de 80 años luchando junto a chicos de 17, los hombres que se colocaban un pañuelo mojado a la cabeza como toda medida para mitigar el calor torrencial que despedía la masa incandescente de un fuego que avanzaba a toda velocidad, las llamadas que hizo al centro de mando pidiendo ayuda y la respuesta invariable de “no está previsto enviar nada”: también se acuerda de que junto a muchos de sus vecinos se negó tajantemente —“de aquí no me sacaba ni la Virgen Santísima”— cuando la Guardia Civil les ordenó abandonar el pueblo y de las veces que tuvieron que escapar y retroceder porque el fuego les envolvía; rememora con espanto las pavesas que saltaban como proyectiles y la vaca sin orejas y llena de quemaduras que tras andar varios días perdida por el monte se presentó después de que todo acabara herida de muerte y a la que el cuerno se le desprendía con solo rozarlo. Salvaron el pueblo, aunque se quemó todo alrededor: los pinos resineros se han perdido, el ganado tendrá que alimentarse de forraje porque no hay pasto y las colmenas habrá que trasladarlas donde puedan subsistir. En una palabra, deberán aprender a vivir por un tiempo sin el monte. Solo la primavera dictará qué árbol está definitivamente muerto y cuál solo dormido.
En Villaseco de la Sierra, el bombero Serafín Álvarez, aquel de “yo ardo bajo mi responsabilidad”, se echó a llorar la tarde del fuego porque se imaginó que no iban a poder contenerlo y visualizó con rigor de profesional por dónde exactamente iban a saltar las llamas y el recorrido que iban a hacer, casa por casa. Eso, felizmente, no pasó. Ahora, más tranquilo, tiene pensado trazar un cortafuegos que rodee el pueblo para que esa pesadilla no se cumpla jamás. Es su forma de volver.
Hay otras: en la comarca de Páramo del Sil (León), la alcaldesa, Alicia García, que también trabaja como bombero forestal, recuerda que el incendio que arrasó buena parte de las montañas que rodean su pueblo y el de Anllares del Sil se inició el 8 de agosto y que durante cinco días ella, junto a un puñado de vecinos, logró contenerlo. Lo apagaban durante el día, pero de noche se reavivaba. Se desgañitó pidiendo inútilmente una ayuda —una avioneta, una motobomba, una brigada de refuerzo— que ayudara a refrescar la parte quemada para acabar de rematar al fuego. Pero recibía siempre la misma respuesta: los medios aéreos, reducidos, sobreexplotados, estaban destinados exclusivamente a proteger a los pueblos y a sus habitantes. Al final, el fuego se les fue de las manos, se desató, se transformó en un monstruo. “De tres hectáreas, que era lo que teníamos nosotros controlado, pasó a quemar más de 9.000”, resume García. Hoy, ella, junto con el alcalde pedáneo de Anllares, Borja Martínez, han regresado a la montaña donde se inició el incendio.
Y desde aquí, el punto más alto de toda esta zona que linda ya con Asturias, a 1.900 metros, contemplan en silencio los miles de hectáreas muertas por el fuego, la sucesión de colinas que se pierden a lo lejos, todas negras, carbonizadas. Pero las hectáreas hay que mirarlas de cerca, por separado. Por eso, Borja enumera los animales que han huido, que tal vez hayan muerto: los jabalíes, los urogallos, los corzos, los osos, los lobos, los pájaros; recita de memoria los árboles quemados: los nogales, los tejos, los abedules, los castaños, los robles, los pinos; se lamenta por los colores con los que se pinta la ladera en otoño y que este año faltarán: los rojos, los ocres, los naranjas, los amarillos… Cuenta que su abuela era contrabandista de alimentos y de armas por estas mismas sendas y su padre, ganadero y pastor, que él mismo ha recorrido estas montañas a pie y a caballo desde que tenía cinco años, acompañando a su padre y a sus abuelos y que conoce cada camino de ese monte y casi cada piedra y cada árbol. Después, más para él que para los que le escuchan, dice, con pena y con orgullo, señalando las montañas achicharradas que hasta hace poco reventaban de tonos verde: “Esto es el puto centro del mundo”.
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