Un millón de refugiados rohinyá al límite
Se cumplen ocho años del brutal ataque a la minoría musulmana de los rohinyás por parte del ejército de Myanmar, que provocó su huida masiva al país vecino. Viajamos con Unicef a Bangladés, al campo de refugiados más grande del mundo, un enclave cada vez más saturado y peligroso. Los últimos recortes a la ayuda al desarrollo, empezando por EE UU, condenan a sus habitantes a una existencia sin futuro.

Hasina tiene 12 años y cara de susto delante de la cámara. Son muchos adultos alrededor, haciéndole preguntas raras sobre cómo se siente o qué quiere ser de mayor. Estamos en un camino muy modestamente empedrado en mitad del campamento de refugiados más grande del mundo, en el sur de Bangladés, donde viven cerca de 1,2 millones de personas de la etnia musulmana de los rohinyás, huidos de la persecución que sufren en su país, Myanmar. Y este campamento, aparte de otras muchas cosas, tiene ojos y oídos por todas partes, así que, si algo de lo que dice le molesta a alguien, ese alguien se acabará enterando más pronto que tarde. Pero Hasina va contestando, a pesar de todo, con un hilo de voz. Tal vez empujada por esa convicción más o menos difusa, tan extendida aquí entre los refugiados, de que solo la concienciación internacional puede sacarles de este limbo en el que viven, aplastados entre el país que los expulsó, que les llegó a infligir una auténtica limpieza étnica hace ocho años, y el que los recibió, que no sabe muy bien qué hacer con ellos.
Así que Hasina cuenta por fin que le gusta jugar con sus amigas al parchís y que le encantaría seguir estudiando hasta convertirse en maestra. También le encanta Shiva, una serie india de dibujos sobre un niño con superpoderes. Se supone que no pueden salir de los campamentos, pero el mundo exterior se les cuela por muchas rendijas: pese a las dificultades para acceder a las tarjetas SIM y la precaria cobertura, los móviles con acceso a internet se ven por todas partes y, además, el flujo hacia y desde el exterior es constante, por la sencilla razón de que es imposible contener del todo los movimientos de semejante masa humana. Sin embargo, este gigantesco monstruo de casas de bambú y lonas, envuelto en barro muchos meses al año, es el centro del único mundo conocido por buena parte del medio millón largo de niños que vive aquí. Algunos, porque aquí es donde han nacido; otros, como Hasina, porque llegaron muy pequeños y no recuerdan nada de Myanmar. Probablemente por eso la mayoría no entiende muy bien qué les están preguntando cuando se les pide que imaginen dónde les gustaría estar el año que viene o dentro de cinco: miran perplejos, sin contestar.

Ese mundo de los refugiados rohinyás en Bangladés se compone de 33 campamentos repartidos en seis núcleos en el distrito de Cox’s Bazar, al sur del país, además de otro más pequeño y polémico en una apartada isla más al norte, Bhasan Char. En el núcleo más grande, conocido como Kutupalong, se concentran más de 735.000 personas apretujadas en 13 kilómetros cuadrados. Ahí es donde vive Hasina, que sí contesta rápidamente esta vez, cuando se le pregunta a qué le tiene miedo: a las serpientes y a los fantasmas, dice.
La etnia de los rohinyás es una minoría musulmana procedente de la región de Rakáin, en el oeste de Myanmar, la antigua Birmania. Considerados como extranjeros en su propio país, han sufrido a lo largo de décadas la opresión de la mayoría budista, que les imponía todo tipo de restricciones a la hora de desplazarse, educarse, casarse o tener hijos… Por eso, muchos llevan huyendo a Bangladés en diferentes oleadas desde hace casi medio siglo. Pero en 2017, un éxodo masivo lo desbordó todo. El detonante fue el asesinato de 12 policías por parte de un grupo insurgente rohinyá que, a su vez, provocó una brutal respuesta del ejército de Myanmar: arrasaron aldeas y mataron a miles de personas, en lo que muchos consideran una auténtica limpieza étnica. Mañana, 25 de agosto, se cumplen ocho años del inicio de unos ataques que provocaron la huida, en muy poco tiempo, de unos 750.000 refugiados a Bangladés. Este país los acogió, y dejó que la ayuda internacional los atendiera, pero con una serie de condiciones: no los reconocía como ciudadanos y no podían trabajar. El objetivo del Gobierno bangladesí es la repatriación y también es el sueño de gran parte de los rohinyás. Pero las perspectivas no son nada buenas, porque Myanmar vive desde 2021 una cruenta guerra civil y la mayor parte de Rakáin está controlada por un grupo nacionalista, el Arakan Army, que sigue causando estragos en esta comunidad que ha sido calificada como el pueblo apátrida más numeroso del mundo.
Eweskhan (28 años) y Rubena (25) llegaron de Myanmar a Kutupalong hace tres meses con sus tres hijos. Atacaron a su mujer, dice él sin querer dar más detalles, y ahora ella sufre problemas de visión. No tienen todavía el carné que otorgan los organismos de la ONU en el campo, después de un proceso de identificación, y que da acceso, por ejemplo, a las raciones mensuales de comida y de jabón. Los familiares que los han acogido en su casa los están también alimentando: reparten nueve raciones entre 14 personas.

Fatema, de 24 años, está en una situación parecida. Llegó hace seis meses. “Había muchos tiroteos y la policía mataba a la gente. No toleran a los musulmanes. Nos torturan y oprimen. Por eso vinimos aquí”. Su marido no pudo acompañarlos, dice, así que cogió a sus dos hijos y echó a andar hasta que llegó al río. Allí, como no tenía dinero, pagó con unos pendientes al barquero que les cruzó hasta Bangladés. Ahora vive en el campamento con su hermano y su familia, cinco personas que comparten casa y comida con ellos tres. Fatema sí ha tramitado los papeles para conseguir su identificación, pero no le han contestado. En el centro integrado de nutrición del campamento 11, donde cuenta su historia, ella y uno de sus hijos reciben algo de comida. “Pero no es suficiente”, insiste.
En los últimos 18 meses, han llegado a Bangladés 150.000 nuevos refugiados rohinyás, estresando aún más la vida en unos campos que ya estaban al límite. Se trata de una comunidad muy conservadora en sus formas y costumbres, obligados a vivir pegados, casi unos encima de otros, con altos niveles de violencia intrafamiliar, de género y sexual, de matrimonio infantil y explotación. Que viven, además, en un limbo que se prolonga en el tiempo y en el que dependen para sobrevivir de los organismos internacionales. Y estos cada vez tienen menos recursos.
Numerosos países ricos están recortando sus presupuestos destinados a la ayuda internacional. Sobre todo, la Administración de Donald Trump, pero no solo: otros, como el Reino Unido, Alemania, Francia o Canadá, están anunciando o ya aplicando serios tijeretazos en este ámbito; en el primer caso, con la intención declarada de aumentar su gasto en defensa. El hecho es que, si se confirman los recortes y se disuelve la agencia estadounidense de ayuda internacional (USAID), el mundo podría registrar 14 millones de muertes adicionales de aquí a 2030, de las que casi un tercio serán niños menores de cinco años, según los cálculos del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal).
El año pasado, EE UU aportó 300 millones de dólares para paliar la crisis rohinyá en Bangladés, y el Reino Unido, casi 45,7 millones. Este año, a primeros de agosto, llevaban 85 y 23 millones, respectivamente. Es cierto que los fondos suelen llegar a lo largo del año; el problema es que esta vez, tanto las declaraciones públicas de los donantes como sus conversaciones con las ONG apuntan a que, si llega algo más, no será mucho. De momento, los organismos internacionales han podido mantener el ya magro tamaño de las raciones que se reparten entre los refugiados: comida por valor de 12 dólares por persona al mes. Pero no se sabe hasta cuándo podrán sostenerlo.
Y en otros ámbitos, ya se han visto afectados decenas de programas que llevan años desplegando agencias de la ONU como Unicef, Acnur o el Programa Mundial de Alimentos, y un buen número de ONG internacionales. Unicef, por ejemplo, busca la manera de dar agua y servicios de higiene a la mitad de los refugiados con los mismos recursos con los que hasta ahora atendía al 29%. Y únicamente tienen dinero para mantener el reparto de dos pastillas de jabón al mes por refugiado hasta septiembre; después deberán reducirlo a solo una. “Los estamos abocando a más sarna, que ya está muy presente, y, lo que es más preocupante, a la diarrea, que en estos campos puede ser mortal”, explica Miguel Mateos, responsable de comunicación de Unicef Bangladés.

“Hay enfermedades, no tenemos ropa suficiente. Y hay muchos otros problemas a los que nos enfrentamos mientras vivimos aquí. Pero nuestra prioridad es la educación”, dice Surat Kamat, refugiado de 37 años, padre de siete niños. “El Gobierno de Myanmar nos expulsó porque no teníamos estudios y éramos ignorantes. Nunca tuvimos oportunidad de educarnos. Aquí, mis hijos e hijas están estudiando. Ellos tienen aspiraciones”, explica.
A principios de junio, Unicef, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, no pudo reabrir las escuelas, a las que asistían en torno a 240.000 niños, tras la Fiesta del Cordero. Por la falta de fondos, solo pudieron retomar las clases, a finales de mes, los 35.000 alumnos que estudian secundaria y, solo un día a la semana, para los 42.000 de quinto de primaria. De ahí hacia abajo, la inmensa mayoría, siguen sin escuela porque no hay dinero. El plan de respuesta conjunta a la crisis rohinyá, liderado por el Gobierno de Bangladés, con las agencias de la ONU y otro centenar de socios, calcula que este año, con el aumento del número de refugiados, necesitan 934,5 millones de dólares. De momento, han recibido poco más de un tercio: 330 millones.
Según la última gran encuesta de situación, en 2023, la desnutrición había pasado de afectar al 12,3% de los refugiados al 15,1%, y la desnutrición grave casi se triplicó, hasta afectar al 2%. La anemia afecta al 38,2% de los menores de cinco años y a un cuarto de las mujeres en edad reproductiva. Y los datos más recientes recopilados por Unicef apuntan a que la situación sigue empeorando: entre enero y abril han aumentado un 19%, con respecto al año anterior, los ingresos para el tratamiento de la desnutrición aguda grave en los niños menores de cinco años, superando ampliamente los 5.000. Y uno de cada 10 nuevos casos de desnutrición afectan a los recién llegados.
En este centro de nutrición del campo número 11, en el extremo sur de Kutupalong, ofrecen distintos servicios, desde apoyo psicológico hasta asesoramiento para madres sobre salud o alimentación; hoy han preparado arroz verde con verdura y huevo. En otra sala, hacen el test de apetito, que ofrece una de las imágenes más desgarradoras a las que se puede enfrentar el visitante a los campos. Sobre una alfombra, las madres van dando poco a poco, con mucha agua, cierta cantidad de un superalimento a su hijo para ver si consigue digerirlo. Si lo logra, empieza el tratamiento con esa pasta hecha a base de leche en polvo, cacahuetes, mantequilla, aceite vegetal, azúcar, vitaminas y minerales, que tiene el nombre técnico de alimento terapéutico listo para usar (RUTF son sus siglas en inglés) y garantiza altas probabilidades de mejora. Si no logran digerirlo, se les deriva al centro de estabilización, que está al final del pasillo. Allí, un equipo médico atiende la desnutrición aguda grave y con complicaciones como convulsiones, diarrea, fiebre alta, infecciones de todo tipo…



Sabekun Nahar, de 21 años, ha venido hoy a este centro para recoger las raciones de superalimento para su hijo, de siete meses, que sufre malnutrición grave. El niño pequeño de Rabia, de 25 años, está un poco mejor, y lo que le dan es una especie de gachas de cereal. Ella vive en el campo desde 2017 y Sabekun llegó hace apenas nueve meses. A pesar de los ocho años que separan su huida, ambas explican casi de la misma manera por qué tuvieron que salir de Myanmar. “Allí, las fuerzas militares birmanas nos torturaban y nos maltrataban mucho”, dice Rofia. Y Sabekun: “Los Mogh [Arakan Army] y los militares nos torturaron y maltrataron”. Y para las dos, por más que les preocupe la alimentación de sus hijos, su peor miedo ahora mismo es lo que las inclemencias del tiempo pueden hacerle a sus precarias viviendas. “Cuando llueve y hay tormenta, el agua entra en mi casa”, explica Sabekun. Rabia, por su parte, se extiende: “Mi casa está en una colina y el suelo se ha erosionado debido a los deslizamientos de tierra. Se instaló un muro lateral para evitar los deslizamientos, pero también se derrumbó. Me asusto cuando hay tormentas. Temo que las casas se caigan”.
El campamento —más bien la ciudad— está levantado sobre una antigua zona boscosa protegida y, por eso, argumentaron en su día desde el Gobierno de Bangladés, los pequeños refugios debían construirse solo con materiales provisionales: bambú y un recubrimiento de lona. Esa provisionalidad ha acabado causando gastos permanentes en reparaciones e innumerables accidentes en unos refugios levantados entre pronunciadas laderas y sobre un inestable suelo de arena, limo y arcilla. En este punto del planeta, además, el cambio climático se está manifestando con especial violencia. Un cartelón en una de las escuelas recién reabiertas en el campamento 18 señala cuál es la temporada para cada peligro: ciclones, de abril a julio y de septiembre a diciembre; inundaciones, de abril a octubre; corrimiento de tierras, de mayo a noviembre; terremotos… También hay amenaza de tormentas eléctricas, de incendios y, por si fuera poco, de ataques de elefantes salvajes.

El País Semanal visitó los campos gracias a Unicef el pasado mes de julio, en plena temporada de lluvias monzónicas. Impresiona la cantidad de niños que andan por la calle bajo la lluvia, jugando en los charcos. Las escuelas primarias siguen cerradas. Y el interior de muchas casas, en días de lluvia intensa como la de hoy, está casi a oscuras, pues las luces funcionan con energía solar. Eso es, al menos, lo que pasa en el chamizo de Noor Ankis, de 33 años.
Hay que subir unas escaleras por una empinada ladera hasta llegar a ella. Los últimos escalones, justo antes de acceder al interior, no tienen baldosas ni piedra alguna; son del mismo barro arcilloso que cubre hoy gran parte del campamento y están ya casi deshechos. Alguno de los seis hijos de Noor se ha accidentado ya. Al entrar, hay una primera estancia techada, como una especie de terraza, que tiene algunos agujeros en la pared de malla de bambú que dejan entrar algo de luz. La mujer explica que han tenido que reconvertir este espacio en la cocina tras un desprendimiento de tierra que afectó a la habitación contigua. Al fondo, sobre el suelo de tierra, descansa un humilde quemador con una olla encima y, al lado, algunas vasijas metálicas. Varios platos y fuentes, también de metal, están colocados un poco más arriba, sujetos entre la pared de lona y una de las barras transversales de madera que la sostienen.
De allí se pasa a otra habitación, ya sin luz natural, donde han colocado una gran alfombra en el suelo para recibir a los invitados. No hay absolutamente nada más, salvo algo de ropa colgada en las paredes. Aquí duermen ella y su marido, con sus dos hijos menores, y, al lado, los cuatro mayores, en otra habitación similar. Cada una de ellas puede tener entre ocho y nueve metros cuadrados. La última estancia, con una parte del suelo hundida por el corrimiento de tierras, se ha quedado solo para el baño.

Noor dice que está muy angustiada porque no tiene dinero ni para arreglar su vivienda ni para tener una vida digna. Y, sin esperanzas de volver a Myanmar, tampoco se le ocurre cómo poder mejorar su situación. “En Birmania tenía una casa muy grande y bonita. Aquí tenemos que vivir en un espacio muy pequeño, con muchas dificultades, y no tenemos otra opción. Allí había mucho espacio abierto donde podíamos cultivar hortalizas para comer. Mi marido y uno de mis hijos padecen enfermedades mentales, y yo, aunque tampoco estoy bien del todo, tengo que proporcionar comida para todos, y no puedo hacerlo”.
Después de tantos años, los refugiados que han encontrado formas de ganarse la vida lo hacen sin dudarlo. Muchos de ellos, apoyando a las ONG como voluntarios; cobran, aunque no se les puede llamar trabajadores. Hay voluntarios que recorren las casas en busca de niños que necesitan atención médica, los hay que están pendientes de si hay casos de abusos, los que regulan el reparto de agua, los que se encargan de los residuos… Por ejemplo, las 600 mujeres que trabajan en turnos de media jornada en las cinco fábricas que hay en los campos para producir kits menstruales (con tres bragas y 12 compresas lavables) cobran entre 5.000 y 6.000 takas (la moneda bangladesí) al mes (lo que supone entre 35 y 43 euros). Los puestos de muchos voluntarios ya están en peligro por los recortes.
Más allá de eso, está el trabajo informal. Muchos fabrican y venden artesanía. Hay numerosos mercados alrededor y dentro de los campos, la mayoría de cuyos puestos pertenecen a bangladesíes, aunque los trabajen los refugiados, pero al menos una parte los han montado, de forma clandestina, rohinyás que han conseguido ahorrar lo suficiente. Es la vida abriéndose paso una y otra vez, a pesar de los esfuerzos del Gobierno de Bangladés, que entre octubre de 2021 y abril de 2022 derribó más de 3.000 tiendas en varios campamentos, a menudo sin previo aviso, según Human Right Watch.
También hay quien trabaja fuera de los campamentos, sobre todo en la agricultura, por mucho menos dinero que los trabajadores locales. Esto tensa todavía más las relaciones entre los refugiados y los vecinos de unas comunidades rurales pobres, en un país en el que aproximadamente un tercio de la población sufre inseguridad alimentaria y un 20% vive por debajo del umbral de pobreza. Unos vecinos que se quejan de que, en ocasiones, tienen aún más difícil que en los campos el acceso a servicios sociales o sanitarios. Por eso, dentro de los planes de coordinación de ayuda a la crisis rohinyá se incluye una pequeña parte de programas de ayuda a las comunidades locales. Otra pata de la ayuda que, por supuesto, pende de un hilo por los recortes.


Casi con toda seguridad, también funciona en los campos algún tipo de mercado negro de préstamos, con más o menos tintes de usura, para las ocasiones desesperadas. La madre de un niño de 12 años secuestrado en dos ocasiones en los últimos meses asegura que vendió su documento de acceso a las raciones de comida para conseguir el dinero del rescate. “Tuve que entregar mi cartilla a otra persona. Ahora, la vida es muy difícil. Mis hijos quieren comer muchas cosas, pero no puedo dárselas”, dice la madre del muchacho, al que llamaremos Amir, aunque ese no es su verdadero nombre.
Muchos niños y adolescentes de los campamentos confiesan que su mayor temor es que los secuestren. Tal vez eso es lo que está detrás de esos fantasmas que le dan miedo a Hasina, pero también, según dicen, a Rayas y Sumiya, otros dos niños de 13 y 12 años que asisten al centro multiusos del campamento 4. Allí aprenden, entre otras habilidades básicas para la vida, cómo actuar en caso de que alguien intente atacarles.

Los grupos armados con raíces políticas en Myanmar llevan años operando en los campos, casi desde el principio, desplegando todo tipo de actividades delictivas para financiarse, empezando por el tráfico de drogas y de personas. Con maneras de la mafia, están absolutamente enredados en cada rincón de la vida de los campamentos —entre las paredes, los suelos y los techos— y, desde hace algún tiempo, despliegan su poder con mayor violencia.
“Hacia finales de 2023, comenzamos a observar un aumento significativo de la violencia armada en los campamentos. Los niños se ven directamente afectados. Hay informes de grupos armados y pandillas que reclutan, secuestran, hieren e incluso matan a niños. Existe un ambiente de miedo en los campamentos y una erosión de la confianza en la comunidad”, explica Patrick Halton, responsable del área de protección de menores en Unicef Bangladés. Entre enero de 2024 y agosto de 2025, el organismo internacional ha documentado 670 incidentes con 2.089 niños afectados por la violencia de estos grupos.
Uno de ellos es un chico de 13 años, al que llamaremos Solim, aunque tampoco se llama así realmente. Cuenta que un día, cuando volvía por la tarde de estudiar en la madrasa, un hombre le obligó a entrar en un tuk-tuk en el que le esperaban sus secuaces. Le llevaron a la fuerza hasta una casa aislada en la frontera con Myanmar. Allí, le daban palizas y le obligaban —a él y a otra media docena de chicos— a hacer las tareas domésticas. Era el periodo de prueba; si aguantan seis meses, comienza el entrenamiento para incorporarlos a la milicia. Pero Solim y un amigo lograron escapar antes, cuando habían pasado solo tres; en un descuido de sus captores, se acercaron al río Nif y les prometieron dinero a unos pescadores a cambio de llevarlos a casa en barca.
Su padre explica que hace tiempo que le están amenazando. “Tienes muchos hijos, así que debes entregarnos alguno para nuestra milicia”, le dijeron. Pero siempre se ha negado, incluso cuando una noche se lo llevaron a él mismo a un lugar apartado y le mostraron una pistola para asustarle. Así que acabaron secuestrando una tarde a Solim. El chico logró escapar y volvió, pero la familia sigue viviendo con miedo. Las amenazas, que continúan, se las hacen, cara a cara, personas que conviven con ellos, tienen medios y conexiones, y pueden hacerles la vida realmente difícil de un millón de maneras distintas.
En el caso de los dos secuestros a los que se enfrentó Amir, los contactos fueron siempre anónimos, a través del móvil. En el primero, el muchacho cuenta que lo tuvieron ocho días amordazado y encapuchado, sin comer ni beber. Le daban palizas y le mandaban a su madre fotos y vídeos del resultado. Cuando por fin lo liberaron, tardó tres días en poder volver a hablar mientras le trataban en el hospital. En el segundo, estuvo seis días retenido y sí le dieron agua. También le ofrecieron un arroz que no pudo comer porque estaba lleno de tierra. Su madre cree que el hecho de haber sido atacado dos veces es pura mala suerte. “¿Quién nos iba a convertir en un blanco? No tenemos ningún familiar que viva fuera del país”, exclama.

En los campos hay jerarquías, clases sociales o como se quiera llamar. Se nota a simple vista en la ropa, los relojes o los teléfonos móviles. Los que llegaron antes de 2017 tienen ventaja sobre los que lo hicieron en el gran éxodo y estos, sobre los recién llegados, aunque solo sea por conocimiento de los mecanismos y las relaciones con las autoridades, las ONG y los organismos internacionales. Claramente, los que tienen familiares fuera, como apunta la madre de Amir, están en la parte superior porque normalmente les mandan dinero. También a los que tienen un trabajo regular les van un poco mejor las cosas. Pero los que se quedan fuera de todo eso, como Noor y su familia, se encuentran cada vez más desesperados, sobre todo a medida que pasan los años, la situación se enquista y no se ve solución alguna en el horizonte.
Así que crecen los intentos de escapar de los campamentos para asentarse en Bangladés o para llegar a otros países de la región, como Malasia, Tailandia o Indonesia, donde ya viven varios miles de rohinyás. El problema es que las posibilidades de morir por el camino o de caer en redes de explotación o tráfico de personas son bastante grandes.
¿Qué otra alternativa hay? La delincuencia. A medida que pierde fuerza el paraestado de la ayuda internacional, la ganan esos grupos armados, que, de hecho, han sido uno de los argumentos recurrentes por parte del Gobierno bangladesí para restringir, por motivos de seguridad, los movimientos de los rohinyás. Estas milicias han controlado durante mucho tiempo el tráfico de personas y la entrada en Bangladés de una droga sintética, tan barata como devastadora, llamada yaba. Algunos analistas insisten en que Arakan Army, tras su ascenso en Rakáin, les ha arrebatado gran parte de ese negocio, obligándolos a incrementar la presión sobre sus otras fuentes de ingresos. Quizá esa es una de las razones por las que han aumentado sus actividades delictivas dentro de los campos, como el reclutamiento forzoso y los secuestros.

Por eso, entre otras cosas, Unicef tomó la decisión de empezar reabriendo las escuelas por las clases de los más mayores, los adolescentes, que son los que corren más riesgo no solo de caer en manos de estas redes, sino de que los exploten o, en el caso de las niñas, que las casen. “Me sentí muy mal cuando cerraron porque, si no hubieran reabierto, mis padres me habrían casado”, asegura Sohana, de 14 años. Cuenta que ella nunca imaginó que tendría la oportunidad de estudiar, pero ahora que lo ha hecho, quiere seguir hasta convertirse en doctora. Aunque a muchas niñas las obligan a dejar la escuela a los 12 años, ella tiene el apoyo de sus padres. “Quiero ser más fuerte de lo que soy ahora, quiero ser una líder de la comunidad y aprender cosas que luego pueda enseñar a otros”, exclama por su parte Nur, de 17 años, abriendo mucho los ojos detrás de un burka y sentada ante una vieja máquina de coser en el centro multiusos del campo 4.
“A pesar de sus horribles orígenes, la creación de los campamentos en Cox’s Bazar fue un éxito para la acción humanitaria”, escribía el pasado junio Alexander Matheou, director regional para Asia-Pacífico de la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, en The New Humanitarian. Un éxito que no puede esconder esa otra oscura realidad de violencia y depresión y que, en todo caso, ya era insostenible, en su opinión, antes de los recortes. Se esté o no de acuerdo, la necesidad de pensar nuevas formas de desatascar la situación parece indiscutible. Matheou propone su propia receta mientras los rohinyás no puedan volver de forma segura a Myanmar: más eficiencia en el gasto, con menos intermediarios, normalizar y extender los empleos para los refugiados e invertir en más proyectos de desarrollo en las comunidades vecinas.




Pero hay otras propuestas. Muhammad Yunus, líder del Gobierno interino de Bangladés que resultó de las protestas de hace un año contra el anterior Ejecutivo, lleva tiempo reclamando el reasentamiento de una parte de los refugiados en terceros países, incluidos los europeos, Estados Unidos, Canadá o Australia, pero ningún Estado u organización internacional ha mostrado interés por esta idea. Como tampoco parece haber un gran interés internacional en torno a la conferencia de alto nivel prevista por la ONU para finales del mes que viene para tratar la situación de los rohinyás. Tal vez ese es el problema, la falta de interés. El que no tienen las dos grandes potencias con mayor influencia en la región, India y China, para presionar a quien quiera que gobierne en Rakáin y Myanmar.
Aunque la Comisión Europea sí se haya implicado y ha realizado un esfuerzo en el envío de más fondos y dado la voz de alarma, hemos visto cómo sus grandes motores, Alemania y Francia, están muy ocupados en otros asuntos. Y el Gobierno de EE UU ya dejó clara su posición cuando hace solo unos meses decidió darle completamente la vuelta a su política de soft power, esa manera de expandir su influencia global y sus valores a base de invertir miles de millones de dólares en programas de apoyo en todo el mundo y que en los campamentos rohinyás de Bangladés dejó entre 2017 y 2024 casi 2.100 millones de dólares.
Cuando les preguntas a los niños y adolescentes rohinyás en Kutupalong quién es Donald Trump, muchos dicen que no tienen ni idea. Otros lo saben, más o menos. Se lo preguntamos, en una monzónica mañana de julio, a un grupo de niños, de entre 10 y 12 años, elegidos por sus pares para difundir buenas prácticas sobre higiene en el campo 7. Los chicos contestan a la vez, atropellándose unos a otros. Y Shajeda Begum lo resume y traduce así: “Creen que es el rey de Estados Unidos, pero no lo saben con certeza, aunque sienten que está haciendo el bien por muchos países”.
El mundo es un campo de refugiados
Buena parte de los más de medio millón de menores rohinyá que viven en el sur de Bangladés solo han conocido la vida en un campo de refugiados. Estos son algunos de ellos:




















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