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Las cicatrices de Groenlandia

Antes de que Donald Trump pusiera sus ojos sobre Groenlandia, su población ya intentaba superar sus propios traumas: altas tasas de suicidio, alcoholismo y una crisis demográfica. Pero las tensiones geopolíticas, una independencia de Dinamarca que no llega y el deshielo ponen nuevas piedras en el camino. Viajamos a Qaanaaq, a 100 kilómetros de la base militar de EE UU, donde todos los traumas se concentran.

 El cazador inuit Igaja Alataq que acompañó a la expedición científica con su trineo de perros.
Margaryta Yakovenko

Esos de ahí son nuestros glaciares”, dice Marc Oliva, doctor en Geografía por la Universidad de Barcelona, mientras señala con el dedo por la ventanilla. “Mira qué canales de fusión”, comenta con la misma emoción que alguien estaría expresando para describir la Capilla Sixtina. La avioneta de hélices de Air Greenland gira suavemente hacia tierra dejando atrás la banquisa helada: un campo blanco de denso hielo marino por el que nos deslizaremos un día más tarde en un trineo de perros para ir a “nuestros glaciares”. El mar congelado de la bahía de Baffin deja paso a abruptos y escarpados acantilados de tierra y rocas. Desde las alturas no se percibe bien su inmensidad. Solo horas más tarde, cuando los ojos se acostumbren al blanco y los trineos nos arrastren a los pies de esos mismos acantilados, su magnitud se revelará como una advertencia. El hielo puede ser inestable, las tormentas de nieve repentinas cancelan vuelos y cambian los planes, es imposible sobrevivir sin un refugio. En esta isla, la más grande del mundo, todo es grandioso, nada está hecho a escala humana, el hombre solo está de paso. Es como estar en el cuarto día de la creación del Génesis: el mundo acaba de ser creado y Groenlandia se ha levantado de entre las aguas y el hielo. Y aún así, ya hay quien ansía poseerla.

Un trineo de perros cruzando la banquisa helada para ir de un glaciar a otro.
Todos los trineos de perros están tirados por una raza de perro autóctona (‘Kalaallit Qimmiat’). En Groenlandia los perros no son mascotas sino fuerza de trabajo.

Oliva lidera la subida de la cresta de más de 100 metros de altura con la misma decisión con la que dirige el proyecto científico que le ha traído al noroeste más remoto de Groenlandia (Kalaallit Nunaat, en groenlandés). Bajo su batuta, cuatro investigadores equipados con pesados abrigos, doble pantalón y gruesas botas enfilan el ascenso con cuidado. El grupo está compuesto por Julia García-Oteyza Ciria, geóloga e investigadora posdoctoral en la Universidad de Barcelona; José María Fernández-Fernández, profesor ayudante de doctor en Geografía de la Universidad Complutense de Madrid; Nacho López Moreno, investigador del Instituto Pirenaico de Ecología del CSIC, y Vincent Joemlli, director de investigación del CNRS (Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia). Bajo sus pies, las rocas sueltas de la morrena del glaciar que se veía desde el avión se ocultan bajo un manto de nieve que en algunos lugares llega a medir más de medio metro. Con la nieve por las rodillas, el ascenso es lento y fatigoso. Es primavera y hace una temperatura de -15 °C, aunque cerca de la enorme masa de hielo del glaciar la sensación térmica baja todavía más.

Antes de salir de expedición, el científico catalán Marc Oliva muestra en un mapa a los cazadores los glaciares que les interesa estudiar.

El equipo de científicos parece más un grupo de alpinistas experimentados que uno de investigadores de laboratorio. Son especialistas en el hielo, en su formación, pero también en su desaparición debido al calentamiento global. Al llegar a la cima de la morrena se paran y observan en silencio la lengua blanca del glaciar. La improvisada reverencia muda dura solo unos instantes. A los pies del acantilado, los ladridos de los perros rasgan el aire en el campamento que están levantando los cazadores inuits que han traído hasta aquí al grupo. El sonido activa a los científicos, que empiezan a fijarse en las rocas más grandes de la ladera. A los pocos minutos, a los ladridos de los perros se les suman los martillazos de un cincel metálico impactando contra la roca. “Hemos venido desde España hasta aquí a picar piedra”, dice en tono de broma Oliva. En realidad, a lo que ha venido el grupo es a llevarse muestras de un kilo de los trozos de roca que la morrena del glaciar ha arrastrado a esta ladera con la intención de poder determinar cuándo se retiró el hielo glaciar y dejó las piedras a la vista.

Cuando los glaciares retroceden, dejan huellas sobre las rocas. Estrías, líneas. Las morrenas son los sedimentos que la lengua de hielo empuja en su avance y sirven para tomar las muestras. “Buscamos rocas con cuarzo porque en él hay isótopos de berilio 20, que son los que usamos para datar las superficies con una técnica que se llama datación por imposición de rayos cósmicos. Eso quiere decir que cuando un glaciar retrocede y deja al descubierto una roca, el sol y los rayos cósmicos impactan sobre ella. Nosotros queremos saber cuánto tiempo llevan las rocas al descubierto”, explica Fernández. La intención es reconstruir el retroceso, la forma del glaciar, sus dimensiones, y saber dónde estaba la lengua de hielo hace 200, 1.000 o 10.000 años. “Las imágenes de los satélites existen desde hace 70 años pero eso no nos da una imagen global del deshielo”, justifica Oliva. Con estas dataciones se pretende reconstruir el clima de hace miles de años. “Los que simulan los datos del clima del futuro necesitan los datos del pasado. En función de si las temperaturas eran dos grados más altas, nosotros decimos dónde estaban los glaciares. Por ejemplo, hace 7.000 años este glaciar probablemente no existía. Las temperaturas eran entonces unos grados más altas que ahora. El nivel del mar también era más alto. Si ahora vamos a temperaturas también más altas, podemos buscar análogos con el pasado”, cuenta Oliva. Conocer el pasado nos sirve para proyectar el futuro que nos espera. La pregunta de ‘¿cómo era el mundo entonces?’ se convierte en ‘este es el mundo que nos espera”.

La expedición de científicos subiendo una empinada y pedregosa cresta de la morrena que ha dejado el glaciar.
Nacho López Moreno y Vincent Joemlli recogiendo las muestras.

Groenlandia se está deshelando. El Ártico se está deshelando. “Ahora tenemos un clima perturbado por los humanos”, afirma Joemlli antes de pasar a explicar que el derretimiento de un casquete polar como esta isla helada o la Antártida tiene consecuencias globales. El polo norte y el polo sur regulan el clima de todo el planeta. Cuando la roca oscura bajo el hielo queda al descubierto, ya no refleja los rayos del sol como sí lo hace la nieve o el hielo. Los rayos acaban absorbidos por la Tierra. Y eso sube la temperatura global, aumentando el deshielo en un ciclo fatal. La misión GRACE de la NASA (una observación satelital) demostró que, entre 2002 y 2023, Groenlandia perdió alrededor de 280.000 millones de toneladas de hielo por año. Solo Groenlandia ha contribuido a elevar el nivel del mar en 0,8 milímetros cada año. Mirada en un mapa, la isla es un enorme casquete de hielo que desborda por los lados formando glaciares como una tarta cuya cobertura glaseada resbala por los bordes. En el centro del casquete, el hielo llega a 3.000 metros de grosor. Si toda Groenlandia, que tiene una superficie aproximadamente cuatro veces mayor que la de España, se derritiera, el nivel del mar aumentaría en siete metros.

Uno de los glaciares analizados por los científicos. Toda la isla de Groenlandia es un enorme casquete de hielo que desborda por los lados en forma de lenguas blancas.
Dos miembros de la expedición sobre la cresta de la morrena. Al fondo, el fiordo helado.

Debido a los efectos gravitacionales, el deshielo de Groenlandia hace subir el nivel del agua más en el Pacífico Sur que alrededor de la propia isla. El mantra científico “lo que pasa en el Ártico no se queda solo en el Ártico” no es un simple dicho. “Si esto se deshiela, cambiará la salinidad del mar. Ha pasado otras veces. Ha habido momentos de glaciación y desglaciación. Pero no hemos estado aquí para verlo”, añade López Moreno después de sacar las muestras de la morrena del glaciar, con una taza de café en las manos que los cazadores inuits han conseguido derritiendo con un camping gas trozos de un iceberg cercano atrapado en la banquisa. El hielo del iceberg, desprendido del glaciar que está siendo estudiado, tiene miles de años. El agua en la que se ha disuelto el café soluble ya estaba aquí cuando Aníbal cruzaba los Alpes con su ejército de elefantes.

Antes, cuando los científicos estaban todavía sobre la cresta de la montaña dando martillazos, el cazador inuit Igaja Alataq miraba divertido desde el campamento sus pequeñas figuritas vestidas con abrigos llamativos. A su alrededor, los otros seis cazadores que forman parte de la expedición hablan, ríen y fuman. “No tengo muy claro qué están haciendo”, reconoce Alataq. El glaciar estudiado no tiene nombre y para los cazadores esto no es más que una de sus zonas de caza de la que conocen cada recoveco de hielo, cada quiebro del terreno.

Esta parte de Groenlandia, a unos 700 kilómetros del Polo Norte geográfico, es remota incluso para los propios habitantes del país. Aquí hasta Nuuk, la capital de Groenlandia, queda lejos: exactamente a 1.400 kilómetros al sur. Imposible llegar en trineo de perro, que tarda unas cinco horas en cubrir una distancia de 37 kilómetros, ni tampoco en coche, ya que Groenlandia no tiene más que 160 kilómetros de carreteras asfaltadas. Este aislamiento ha hecho que los inuits que viven aquí, inughuit, no sean del mismo grupo étnico que el resto de sus compatriotas. Tampoco hablan el mismo idioma (el oficial kalaallisut) sino el dialecto inuktun, hablado por unas 1.000 personas en total. Según cuenta el antropólogo Francesc Bailón, los inughuit han vivido siempre aislados. Tanto que en 1818, cuando la expedición del escocés John Ross llegó a las costas de esta parte de la isla, los nativos le comunicaron: “Nosotros estamos solos en este mundo”, porque pensaban que eran los únicos habitantes del planeta.

Un grupo de cazadores esperando a que los científicos terminen de recoger las muestras de roca que les han traído a esta parte tan remota de Groenlandia.
El cazador Sequssuna Duneq, de 19 años, guiando a sus perros. Duneq viene de una estirpe de cazadores y ha querido mantener la tradición familiar.

Hoy, los inughuits tienen móviles, internet y televisores de plasma en sus casas, que les muestran cómo es el mundo más allá de sus fronteras. “La gente se mata”, dice en un momento Alataq sobre la guerra de Rusia en Ucrania, y prosigue: “Nosotros matamos para sobrevivir, pero matamos animales. Matamos por comida. Vosotros no necesitáis comida y os matáis entre vosotros”. Padre de cinco hijos, Alataq es el único del grupo de cazadores que habla inglés. “Soy cien por cien groenlandés y te puedo decir que aquí no queremos a Trump. Nunca nos iremos con Trump. No queremos ni a Estados Unidos ni a Dinamarca. Somos groenlandeses”, reivindica. Después señala con un dedo una de sus botas tradicionales hechas con piel de foca y oso polar y dice tocando el pelo blanco: “Donald Trump”. Y vuelve a reír.

En diciembre de 2024, el recién electo por segunda vez presidente de Estados Unidos anunció en su red social Truth Social que quería comprar Groenlandia. “Es una necesidad absoluta”, escribió. A lo largo de los meses, Trump ha reiterado una y otra vez lo necesaria que es Groenlandia para la seguridad nacional de Estados Unidos, enrareciendo aún más las relaciones con Dinamarca y, por ende, con Europa, pero también con los habitantes de la isla que en este momento sigue siendo una región autónoma del Reino de Dinamarca mientras busca alcanzar su propia independencia. En Qaanaaq, el pueblo del que es Alataq y que sirve de base para los científicos españoles durante el mes que dura la expedición, saben bien lo que es la presencia estadounidense en Groenlandia. “Sin Estados Unidos no existiría Qaanaaq porque no habrían desplazado a la gente de Thule”, dice días después Toku Oshima, la única cazadora del pueblo en el que la caza sigue siendo un asunto masculino, mientras saca en el porche de su casa prefabricada los fletanes que ha pescado en el hielo. Oshima acepta contar la historia de Qaanaaq durante el tiempo exacto en el que tarda en limpiar los 20 peces. El pescado, congelado por el aire frío, cruje bajo el cuchillo cuando Oshima lo corta en filetes con los que se alimentarán ella y su marido durante semanas. El marido de Oshima nació en Dinamarca. Ella, de madre inuit y padre japonés y con pasaporte danés, se considera groenlandesa.

Toku Oshima pescando en el agua a unos kilómetros de Qaanaaq. Oshima es la única mujer cazadora del pueblo.
La calle del supermercado de Qaanaaq en medio de una ventisca.

“Tuvieron que marcharse en cuatro días y abandonar sus casas”, cuenta. En 1953, en plena Guerra Fría, un acuerdo entre Dinamarca y Estados Unidos dio el derecho a los estadounidenses a instalar la base aérea de Thule en un poblado inuit llamado Uummannaq. En cuatro días, unos 130 inughuit fueron forzados a abandonar su aldea ancestral y sus territorios tradicionales de caza. La población se trasladó a 100 kilómetros al norte en trineos y se estableció en un asentamiento al que bautizaron con el nombre de Qaanaaq. Durante meses vivieron en simples tiendas de campaña hasta que Dinamarca se hizo cargo de construirles unas casas y colocar una Iglesia protestante que sigue siendo de un llamativo azul celeste. Después abrió el único supermercado del pueblo, en el que solo hay productos frescos los tres meses al año en los que la banquisa helada se convierte en agua navegable y un barco puede traer provisiones. El resto del año, la población de Qaanaaq, situado en el paralelo 77 y uno de los pueblos más septentrionales del mundo, se alimenta de productos congelados, conservas y sus fuentes tradicionales de suministros: la caza y la pesca. A diferencia del resto de Groenlandia, y a pesar de que en todo Qaanaaq ya hay tecnologías como luz, calefacción e internet, los inuits de aquí luchan por mantener sus costumbres y que se respete su modo de vida tradicional.

La recolocación forzosa dejó profundas heridas en los habitantes de Qaanaaq. “Para mucha gente fue traumático y, a día de hoy, hay muchos problemas de alcoholismo porque la gente no lo ha superado”, relata Oshima. Los desplazados iniciaron un largo proceso legal que en 2003 culminó en una sentencia de la Corte Suprema de Dinamarca reconociendo que se trató de una intervención expropiativa. Se otorgaron compensaciones individuales y una indemnización colectiva de 500.000 coronas danesas (equivalentes a aproximadamente 67.000 euros) por daños y perjuicios. También emitió una disculpa oficial. Estados Unidos ni se disculpó ni ha pagado nada a los más de 600 habitantes, hijos y nietos de aquellos desplazados, que a día de hoy viven en Qaanaaq. Tampoco lo hicieron cuando en 1968 un bombardero B-52 de la Fuerza Aérea de Estados Unidos que patrullaba el Ártico se estrelló cerca de la base militar. Llevaba a bordo cuatro bombas nucleares B28. Tres estallaron esparciendo plutonio y uranio sobre el hielo y la nieve. La cuarta nunca se recuperó.

A día de hoy, la base aérea de Thule, la única estadounidense que queda en toda la isla, ha sido rebautizada con el nombre de Pituffik y está dotada de potentes sensores que vigilan a Rusia y recalcan el poder americano en el Ártico. “Mi bisabuelo vivía donde ahora está la base estadounidense”, cuenta en el saloncito de su casa prefabricada Johny Jensen. Desde las ventanas se ve la banquisa helada y las paredes escarpadas del otro lado del fiordo espolvoreadas de nieve. Su hija Sira, de siete años, dibuja un gato en una hoja blanca. No hay ni un solo gato en Qaanaaq y los únicos que ha visto la niña son los que salen en la televisión. “Mi bisabuelo no quería abandonar Uummannaq pero tuvo que hacerlo. Después de eso, mucha gente empezó a tener problemas con la bebida. La situación mejoró pero volvió a empeorar cuando subieron los precios en el supermercado por la inflación”. En el pueblo no hay ni bares ni restaurantes. No está permitido abrirlos por los problemas de alcoholismo que hay en la población. Aun así, los únicos estantes llenos del supermercado son los que tienen alcohol. Hay cerveza danesa y holandesa y vinos de lugares que aquí suenan exóticos como Chile o Italia. También hay algún Rioja. “Después de la declaración de Trump, los daneses nos están prestando atención. Los daneses se están llevando dinero de Groenlandia. Dicen que no lo hacen pero lo hacen con la pesca, con la base militar, con la minería en el sur. Dicen que en Groenlandia tenemos mucho pero no es verdad, porque tenemos minerales pero los minerales no se comen”, denuncia Jensen.

Desde su despacho en la universidad, en Nuuk, Javier Arnaut, profesor de Ciencias Sociales y Economía del Ártico en la Universidad de Groenlandia, ve varias laderas escarpadas, nieve y ninguna casa. El edificio, situado frente a un cementerio, parece un búnker ártico de alguna película de James Bond. Este mexicano residente en Groenlandia se ha especializado en analizar los recursos económicos de los que dispone la isla y que la podrían llevar a su independencia. “Los americanos están interesados en tener el pasaje del noroeste, cuando el cambio climático permita una navegación libre. Pero otra parte de su interés viene motivada por la riqueza de recursos minerales”. Si el paso del noroeste es el canal de Panamá del siglo XXI, las tierras raras y recursos mineros de los denominados minerales críticos que tiene la isla en su subsuelo la convierten en un cofre del tesoro codiciado por muchos. Se trata de elementos necesarios para la transición ecológica y la fabricación de turbinas eólicas o coches eléctricos. En el momento actual, el mundo se encamina a poner fin a la dependencia de los combustibles fósiles para pasar a depender del litio, el cobalto o el níquel. Y en Groenlandia hay de todo, sobre todo en el sur de la isla. “Los yacimientos del sur son ideales logísticamente porque se pueden operar al menos 10 meses al año”, explica Per Kalvig, investigador emérito del Servicio Geológico de Dinamarca y Groenlandia (GEUS). “Lo complicado es la cadena de suministro posterior: separar los minerales, procesarlos… esa capacidad no existe en Occidente porque es un mercado que domina China. Aunque EE UU explote tierras raras, tendrá que exportarlas a China porque no tiene instalaciones para procesarlas”, apostilla Kalvig.

El negocio tampoco supone para la isla un billete premiado de lotería. No es lo mismo ser el primer eslabón de la cadena, el de la materia prima, que el último, el del producto procesado final, mucho más beneficioso económicamente. A este hecho se le suma que el depósito más grande de tierras raras de Groenlandia, Kvanefjeld, es el mismo lugar en el que fue clausurado en 2021 un proyecto de mina de uranio impulsado por Energy Transition Minerals, una empresa australiana con un 8% de capital chino. Según Arnaut, los beneficios de la mina podrían haber cubierto en un 25% esos 600 millones de euros que forman parte del subsidio anual danés al Gobierno groenlandés. “Nuestra postura es firme: la ley de no al uranio sigue en pie. Tenemos que respetar que la posición general del pueblo groenlandés es que no quiere una mina de uranio”, explica la ministra de Recursos Mineros del país, Naaja Nathanielsen. Sentada en su luminoso despacho del Inatsisartut (Parlamento de Groenlandia), en Nuuk, decorado con fragmentos de todos y cada uno de los minerales que tiene Groenlandia en su subsuelo, los mismos que ansía Trump. “Nos sentimos muy ofendidos por sus declaraciones sobre comprar Groenlandia. Queremos ser groenlandeses, no estadounidenses. Pero reconocemos que Estados Unidos tiene un interés de seguridad nacional en Groenlandia. Por eso, desde hace 80 años, tenemos un acuerdo que les permite tener bases aquí y presencia militar. Lo aceptamos. Y tenemos una economía abierta, así que pueden invertir en nuestro sector minero si quieren. Pero esta retórica de la adquisición es ofensiva”, declara. La ministra considera que Groenlandia no es aún un país minero, ya que solo tiene en activo dos minas: una de oro y otra de anortosita (elemento usado en la fabricación de aluminio). Semanas después de esta entrevista, el Gobierno groenlandés dio luz verde a una tercera mina de molibdeno (metal utilizado para aleaciones de acero) a Greenland Resources, una empresa canadiense.

Una vista de Qaanaaq desde la que se ve la banquisa helada que cubre el fiordo con un iceberg en medio.

Según Nathanielsen, Groenlandia tiene otros problemas además de las declaraciones de Trump. Uno es el cambio climático y otro es la demografía. “Necesitamos tener más hijos pero también aceptar que la mano de obra extranjera es parte de la solución”. Groenlandia tiene unos 56.000 habitantes y el 90% de ellos son inuits. Toda su población cabría en un estadio como el Riyadh Air Metropolitano, y aún quedarían más de 10.000 asientos libres. Según Arnaut, el problema demográfico se remonta a los años sesenta del siglo XX. “Se estima que unas 4.500 mujeres, en esa época la mitad de la población fértil de Groenlandia, fueron esterilizadas sin su consentimiento”, explica. Es una de las cicatrices que siguen abiertas pese a las disculpas de Dinamarca.

Otra de las heridas es el hecho de que Groenlandia, en pleno siglo XXI, siga siendo parte de un país europeo. Perder la isla supondría para el Reino de Dinamarca perder el 98% de su territorio y su presencia en el Ártico. “Creo que el interés de Trump puede ser bueno para nosotros porque ahora Dinamarca solo da dinero para sobrevivir, no para florecer. Si nos independizamos, nos irá mejor. Pero tenemos que traer las fábricas aquí. No queremos cambiar de dueños. Queremos estar por nuestra cuenta”, argumenta Aleqatsiaq Peary, uno de los últimos descendientes del polémico explorador estadounidense Robert Peary, que a finales del siglo XIX llegó a esta remota parte del mundo. En 1909, Peary reivindicó haber sido el primer hombre blanco en alcanzar el polo norte aunque posteriormente se demostró que se había quedado a unos pocos kilómetros.

Hasta hace unos años, Aleqatsiaq era uno de los cazadores más famosos de su comunidad. Ahora, sentado en la cocina-comedor de su casa, tarda más de 10 minutos en untar una rebanada de pan con crema de chocolate. Todo su cuerpo se agita en convulsiones involuntarias por culpa del párkinson, una enfermedad que no pueden tratar en Groenlandia y a la que hace seguimiento por videollamada con un médico de Copenhague.

En el Noroeste de Groenlandia se sigue manteniendo la tradición de usar los trineos de perros para los desplazamientos. Aunque son más lentos, también son más fiables que las motos de nieve en un terreno tan inestable como el hielo.

Por la ventana, el hielo que hace una semana era lo bastante grueso como para ser cruzado por varios trineos de perros de cientos de kilos, empieza a resquebrajarse. Una larga grieta se ha abierto en el campo blanco mostrando el agua oscura, casi negra. El verano empieza cada vez antes y dura cada vez más tiempo. Hace años, en el fiordo de Qaanaaq había hielo hasta mediados de junio. Ahora desaparece en mayo. El deshielo, que sube las temperaturas en todo el planeta, abre nuevas posibilidades: canales de navegación más cortos, más pesca para la población local, pero también un interés rapaz en explotar la tierra libre de hielo. Encima de la cresta de la morrena, mientras la investigadora Julia García-Oteyza Ciria toma apuntes sobre las rocas que el equipo de la Universidad de Barcelona se va a llevar a España, dice: “La minería destrozaría muchísimas de estas formaciones importantes. Perderíamos información del pasado. Pero, claro, si el glaciar se va y debajo hay algo que da dinero, la gente preferiría que se fuera el glaciar”.

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Sobre la firma

Margaryta Yakovenko
Periodista y escritora, antes de llegar a EL PAÍS fue editora en la revista PlayGround y redactora en El Periódico de Cataluña y La Opinión. Estudió periodismo en la Universidad de Murcia y realizó el máster de Periodismo Político Internacional de la Universitat Pompeu Fabra. Es autora de la novela 'Desencajada' y varios relatos.
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