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Pamplinas
Columna
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La palabra capicúa

Tienen una habilidad para conseguir que los más pobres les aplaudan las medidas que toman a favor de los más ricos

Partidarios del expresidente estadounidense y candidato presidencial republicano Donald Trump celebran frente al restaurante cubano Versailles en Miami, Florida, el 5 de noviembre de 2024.
Martín Caparrós

La conozco desde casi siempre, pero tardé en saber que era una palabra catalana. Casi siempre: a mis seis o siete años, cuando empecé a tomar el “colectivo” —el autobús urbano— para ir a la escuela, alguien me explicó que tenía que mirar los cinco números del papelito que me daba el conductor —y que llamábamos “boleto”— para ver si era capicúa. Es decir: si se podía leer de atrás para adelante igual que de adelante para atrás. 57275, digamos, por ejemplo.

Era inusual sacarse un capicúa: quizás un par por año. Y no servían para nada: la alegría simple de que sucediera. Un capicúa era un premio en sí mismo; el premio era alcanzar el premio, una muestra de que el mundo te estaba sonriendo, la esperanza de que siguiera haciéndolo.

Después me enteré de que la palabra capicúa viene de cap i cúa, cabeza y cola en catalán, para decir que esa cabeza y esa cola son iguales. También se los puede llamar palíndromos, que rezuma academia, aunque palíndromo remite más a palabras que a números: “Dábale arroz a la zorra el abad”, digamos, o “Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina”.

Pero lo que ahora me impresiona es la fuerza del retorno de los países capicúa. En 1995 publiqué un librito que se llamaba casi así —La patria capicúa—, donde intentaba entender un fenómeno que parecía bastante único: cómo el entonces presidente argentino y peronista Carlos Menem —un apellido radicalmente capicúa— había conseguido que lo votaran los más ricos y los más pobres del país. Yo no conocía entonces muchos más ejemplos de esa sociología política capicúa, dónde los dos extremos apoyaban lo mismo.

Era sorprendente; siglo y medio antes el doctor Marx había sentado los cimientos de un mito: que la sociedad estaba básicamente dividida en dos partes que se oponían en una lucha sin cuartel —y si no se oponían lo suficiente era un error que la historia se encargaría de corregir. La idea tenía la ventaja de su simplicidad, y de que podía aplicarse a casi todo: en todo momento había habido clases que se enfrentaban y esa lucha era el motor de la historia. Lo llamábamos lucha de clases y era la base de todo el mecanismo. Fue fuerte ver que lo que sucedía era todo lo contrario: la alianza de las dos clases supuestamente opuestas.

Después, durante décadas, el concepto se quedó en algún cajón revuelto. Hasta que, años atrás, volvió a asomar. El ejemplo más notorio fue, por supuesto, Donald Trump, ese Menem teñido de rubio. So pretexto de hacer a su América great again consiguió que millones y millones de pobres nostálgicos votaran, para volver a esos tiempos en que no eran tan pobres, por uno de esos multimillonarios que habían preferido fabricar en México o en China y los habían sumido en la pobreza. Y, por supuesto, los millonarios y sus gerentes y sus diversos seguidores también votaron a ese hombre que era uno de los suyos y les prometía todo lo mejor. Desde entonces, las votaciones capicúas se repitieron con éxito en Italia, Hungría, Brasil, Ecuador y —siempre lista— la Argentina de este Menem extremo que ahora nos preside. Y, sin éxito final pero con toda la intención, en tantos otros sitios, incluidos Francia, Alemania, España y Portugal.

Es la primera vez —al menos, desde que hay elecciones que permiten comprobarlo— que los más ricos y los más pobres están de acuerdo en elegir un mismo proyecto, un mismo gobierno. La base social de estos gobiernos, de este momento histórico, es capicúa, y desafía los mitos con que solíamos explicar la historia. En el medio, perplejos, estamos muchos de los que creíamos que eso no era posible o que, si acaso, es un error.

Y se produce gracias a esta capacidad de distintos caudillos de derecha para pretender que van a cambiar esas sociedades donde ellos y los suyos tienen todos los privilegios. Señores y una señora que no parecen muy avispados pero gritan mucho prometen un futuro lleno de las ventajas de un pasado que nunca existió, y tienen una habilidad particular para conseguir que los más pobres les aplaudan las medidas que toman a favor de los más ricos.

Son millones y millones eligiendo a uno que —los— reprimirá, porque confían en que los reprimidos serán otros. Millones y millones eligiendo a uno que —les— bajará los salarios, porque confían en que los rebajados serán otros. Millones y millones de pobres votando lo mismo que los ricos que los empobrecen: más y más países capicúa surgiendo como hongos en los mapas mohosos.

Así estamos ahora, capicúas: que la cabeza se nos parece bastante al culo, y viceversa.

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Sobre la firma

Martín Caparrós
Escritor, periodista. Premios Ortega y Gasset, Moors Cabot, Roger Caillois, Terzani, Herralde, entre otros. Más de 50 años de profesión, más de 40 libros publicados en más de 30 países. Nació en Buenos Aires, que lo nombró "Ciudadano ilustre", en 1957; vive en Madrid. Su último libro es 'Antes que nada'.
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