La palabra sindiós
Dicen que el cristianismo es nuestra tradición: también lo era la esclavitud o las monarquías absolutas


La palabra sindiós me sorprendió. Cuando la oí por primera vez —siglo pasado, un pueblo segoviano— creí que era un invento de aquel criador de cerdos. Pero don Luis me miró raro y me dijo que no, que cómo se me ocurría, que era de toda la vida. Entonces le pregunté por su significado y don Luis me miró más extrañado aún: pues hombre, ya se sabe, un follón tremendo, algo sin Dios.
El cristianismo vive días de gloria: el papa peronista no consiguió terminar de rescatarlo en vida pero ya muerto está teniendo un éxito fantástico. El coro de supuestos ateos que se unen a su alabanza desafina, por supuesto, mucho: hablan de un “hombre bueno” como si olvidaran que hablan de ese hombre porque fue el jefe de la organización más conservadora, más machista, más autoritaria de nuestra historia, una monarquía absoluta de derecho divino. Y se niegan a pensar —ellos, los pensadores— en lo que dicen cuando hablan. Pierden todo espíritu crítico —como cuadra a cualquier creyente— y hablan por ejemplo del “don de la fe”, como si la fe cristiana no fuera la renuncia al pensamiento propio, al espíritu crítico, sino un regalo de no se sabe quién que algunos privilegiados reciben y otros, pobrecitos, no. La fe —la base de la religiosidad— es la aceptación de una supuesta verdad superior que te crees porque “los que saben” te dicen que debes creerla. Aquellos jefes lo definieron bien hace ya tanto: el creyente debe demostrar que confía más en lo que le dicen que en lo que piensa. Si quiere mostrar su fe debe creer lo absurdo: credo quia absurdum.
El coro también encomia un retorno al supuesto “cristianismo primitivo”, como si no fuera ese cristianismo el que justificaba la servidumbre y la superstición y demás opresiones, el que ofrecía a los pobres “el cielo” a cambio de su sumisión, el que torturaba y mataba a quien pensara diferente. Y acepta, si acaso, ciertos errores y excesos de la organización para esquivar el análisis de su estructura, medios y propósitos. Así era, por ejemplo, la defensa de los militares genocidas argentinos en su juicio penal.
También dice que nuestros países son cristianos. Es cierto: el cristianismo todavía maneja nuestros tiempos. La mitad de los festivos españoles son católicos, por ejemplo, y cada 25 de diciembre los que pasamos de bebés entre pajas y terneros también nos reunimos con nuestros parientes y nos hacemos regalos y nos comemos los turrones y ese discurso que siempre dice nada.
Y aunque ha perdido mucho, aunque ya no tiene el monopolio de la educación, las conductas familiares y sociales, las decisiones amorosas, el registro de personas, la censura de libros, aunque ya no controla nuestras vidas como nunca otra organización consiguió controlarlas, sigue teniendo un peso —que haría evidente que nuestro trabajo consiste en debilitarlo para poder vivir más libres. Dicen que el cristianismo es nuestra tradición: también lo era la esclavitud o las monarquías absolutas o el machismo extremo, y conseguimos desarmarlos.
Por eso la palabra sindiós me parece una meta. Los argentinos, paganos como somos, usamos un sinónimo más festivo: decimos quilombo —que eran esos poblados que montaban los esclavos negros fugitivos, donde ningún poder podía ordenarlos. Allí vivían sin dios, y por lo tanto sin amo. Sabían que era en nombre de ese dios que sus amos los esclavizaban, y detestaban a uno y otros.
Quilombo vale, pero la palabra sindiós me gusta más: sintetiza la aspiración de tantos. Por eso mi último libro se llama así y, tras tratar de entender ciertos mecanismos de la religión, intenta preguntarse cómo sería una sociedad que no tuviera dioses.
“Quizás el rasgo más definitorio de una sociedad sin dioses es que sería un espacio enaltecido por la duda. Las religiones se inventaron para desecharlas: para ofrecer la falsa seguridad que da tener respuestas para todo, la ilusión de que las cosas son como son porque así deben ser y que no vale la pena hacerse más preguntas. O sea: la condición de cualquier poder más o menos absoluto. Sin esas respuestas preconcebidas y apoyadas en el saber incuestionable de un dios —de sus representantes comerciales—, todo puede ser revisado y criticado y reformulado una y otra vez. No hay certezas; hay opiniones que consiguen apoyos suficientes y, quizá, después los pierden. Por decirlo de otro modo, el método científico —la hipótesis, su puesta en duda, su demostración, su aceptación provisoria hasta que se descubran sus errores— sería el modelo del conocimiento general. Con esa forma, la posibilidad de cualquier tiranía quedaría tanto más lejana”, escribí en Sindiós. El que no se ilusiona es porque no quiere.
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