Enric Auquer: “Me cabrea que mis personajes tengan mi cara y mi cuerpo”
Comprometido con el derecho a la vivienda y la memoria democrática, el actor catalán acaba de estrenar ‘La buena letra’, adaptación de la novela de Rafael Chirbes, a la vez que rueda la serie ‘Ravalejar’, sobre los desahucios en Barcelona.


Enric Auquer llega en medio de una lluvia torrencial tan típica de Barcelona. El lugar lo ha elegido el actor: el Bar del Pla, pegado a su casa, en el flanco más concurrido del barrio del Born, que los autóctonos abandonaron hace tiempo con la llegada del alud turístico. Auquer entra con la naturalidad de quien pisa un segundo hogar: una silueta filiforme vestida de negro y naranja, combinación cromática de alto riesgo, que saluda a los camareros por su nombre.
Aquí, lejos de los circuitos madrileños que todo profesional del cine parece obligado a frecuentar, transcurre el día a día del actor catalán. Se levanta, desayuna y lleva en su bici eléctrica a sus dos hijos —Carmela y Antonio, de nueve y tres años— a dos colegios distintos. Va a comprar con su carrito, a la peluquería de la esquina, a las reuniones de alguna asociación del barrio. Durante un tiempo vivió en el distrito de Gràcia, más coherente con su perfil sociológico, pero regresó a esta discreta travesía tras separarse de su penúltima novia. Ahora vive en un piso de 60 metros cuadrados que nos enseñará después, agradable pero sin lujos. “Es verdad que todo está orientado al turismo, pero aún queda un tejido social: el mercado de Santa Caterina, una ferretería, algún bar de los de siempre. Y hay diversidad, una mezcla de culturas y niveles de renta. Aquí me siento conectado con la vida y no en una burbuja”, afirma Auquer. Al salir del bar, un hombre de mediana edad que vive en la calle lo reconoce (del barrio, no del cine) y le pide 19 euros para dormir en un albergue esa noche. Se los da. Luego le pide un abrazo. También se lo da.
Nos acercamos al mediodía, pero Auquer acaba de levantarse. Se ha ido a la cama a las seis de la mañana, y no por haber estado de fiesta (esa etapa, jura, ya queda atrás). Está inmerso en el rodaje de Ravalejar, la serie que dirigen Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez al otro lado de la Rambla. El título recupera un verbo en desuso que, en los lejanos noventa, aludía a los paseos de los barceloneses por el antiguo Barrio Chino y sus alrededores, rebautizado como Raval en la Barcelona posolímpica (aquel cambio de nombre fue quizás el primer síntoma de la gentrificación acelerada del casco antiguo). La serie hablará precisamente de eso: de la transformación urbana y de la resistencia vecinal.


“Para mí, la política se hace desde abajo, desde el barrio, desde la comunidad. Yo participo en la medida que puedo. Hago cosas”, asegura el actor. Por ejemplo, está afiliado al Sindicat de Llogateres, la organización que defiende los derechos de los que viven de alquiler y con la que se manifestó en febrero para frenar el desahucio de la Casa Orsola, un edificio modernista del Eixample. Y es voluntario de la Fundació Arrels, dedicada a la atención de personas sin hogar, con la que colabora una vez a la semana. “Su forma de ser es la misma como actor y como persona: hipersensible, arriesgado y conectado con el presente”, afirma Isaki Lacuesta. “Tiene una energía desbordante y la autoexigencia propia de los grandes. Mejora los guiones, es un actor con alma de artista y de poeta. Si jugara al blackjack ganaría o se pasaría de largo, pero nunca perdería por quedarse corto”.
Auquer no tiene dos perfiles como todo el mundo, sino unos cuantos más. Según el día y la hora, parece el hijo tarambana de una familia pija. O un infante borbónico de otro siglo. O un malote de barrio, un crápula de poca monta. O un padrazo moderno que vive delante de la gasolinera de Mitre. O un galán alternativo de comedia romántica, como en su insospechado papel de pretendiente de Blanca Suárez en Me he hecho viral. “Los guapos son los raros”, cantaban Manel. Auquer es la prueba irrefutable de ese aforismo. “Encaja en una larga tradición de intérpretes que han dado la vuelta al canon de belleza, rostros no normativos que se convierten en guapos por su talento”, afirma Eduard Sola, guionista de moda del cine español y autor de Casa en flames. “Me recuerda a Adrien Brody o a Adam Driver”, añade. El interesado dirá que a veces se ve “pasable”, y otras, “feísimo, con una cara de suricata que no me aguanto”. ¿Y en lo personal? “Es una contradicción con patas. Sensible, tierno y aplicado, pero también una bestia del bosque”, apunta Sola. “Cuando lo ves jugando con sus hijos, no hace ver que juega como casi todos los padres. Él juega de verdad. Supongo que sucede lo mismo cuando interpreta. Enric no hace ver, simplemente es. Por eso es uno de los mejores actores de nuestro país”.
Su ascenso ha sido fulgurante. En apenas cinco años, Auquer ha pasado de ser un desconocido a una estrella. Tiene 37 años, pero conserva algo de niño soñador, quizá perdido, quizá huérfano. “He ido creciendo con mis personajes, pero siento que estoy en tránsito hacia ser un hombre. Un adulto de verdad, capaz de sostener emociones intensas como la ira, la soledad o la tristeza”, admite. Se ve a sí mismo “un poco joven Gainsbourg” y otro poco Massagran, el héroe intrépido de la literatura infantil catalana que, guiado por su pasión por el mar, emprende un viaje desde Cataluña hasta África. El día que rueden su historia, el papel será suyo. Y si alguien decide hacer un biopic del joven Dalí, seguro que también.
Su nuevo papel es el de miliciano republicano en La buena letra, que se estrenó el 30 de abril. En esta adaptación de la novela de Rafael Chirbes, que retrata la primerísima posguerra a través de la vida cotidiana en un pueblo valenciano, Auquer interpreta al cuñado de la protagonista, Ana, una mujer abnegada que se esfuerza por mantener el equilibrio familiar sin desatender del todo sus propios deseos. Con sus orejas de soplillo y rostro escuálido, el actor parece salido de un viejo álbum de fotos de nuestros abuelos. “Aunque me imagino a Enric interpretando a personajes de cualquier época, su físico era una parte importante para construir ese papel”, admite la directora de La buena letra, Celia Rico. “Teníamos que mostrar a través de su delgadez aquellos duros años del hambre en la posguerra. En su forma de comer, Enric da vida a un hombre roto pero también refleja la lucha por la supervivencia de toda una sociedad. Siempre consigue que sus personajes miren de una forma única”.
La película es otro ejemplo del buen hacer de Auquer, siempre infalible. Y su cuarto proyecto ambientado en ese periodo histórico, después de Ebro, de la cuna a la batalla y la obra de teatro In memoriam, ambas centradas en la Quinta del Biberón, y de su aplaudida interpretación en El maestro que prometió el mar, sobre el profesor Antoni Benaiges, asesinado por el bando nacional. “No es que esté obsesionado con la Guerra Civil”, sonríe Auquer. “Quise hacer la película porque habla de gente derrotada. Interpreto a un hombre que, tras luchar con los republicanos, se vuelve frívolo y acaba sirviendo a un falangista. Renuncia a todo, incluida su ideología. Tal vez el personaje sirva para explicar la desmemoria histórica de este país”.
Para Auquer, España es “un lugar mal reparado”, lo que explica los conflictos en el tablero político actual. “Puede que sea polémico, pero yo sigo viendo dos Españas. Tal vez ya no sean solo dos, quizá sean tres o cuatro, pero sigue habiendo una fractura enorme. Hay gente a la que todavía le asusta la diferencia. Y de ese miedo nace su odio”. Todo ha cambiado, solo que no tanto. “Ya vemos cómo vuelve una forma actualizada del fascismo. Hay líderes muy poderosos que pronuncian discursos de odio a diario. En España, grupúsculos fascistas se sienten más libres que nunca para sembrar miedo. Y hay partidos que no solo no lo condenan, sino que lo alientan”. Se considera, por supuesto, de izquierdas. “Lo soy más que de derechas, desde luego. La desigualdad me pone nervioso y me pone triste. Me encantaría ser de derechas, todo sería más fácil. La izquierda debe lidiar con una mayor complejidad y luchar contra mensajes baratos que surgen del puro cabreo”.


Dice que le viene de familia. Su padre, arquitecto, siempre ha acogido a inmigrantes magrebíes en su casa, y su tío Quico, médico, dejó que los primeros trabajadores rumanos que llegaron a su comarca acamparan en su jardín. Allí conoció a algunos de sus mejores amigos, como Nela, madrina de su hijo y, según el pronóstico de Auquer, futura alcaldesa de Rupià, el pueblo de 300 habitantes del Empordà donde creció. Nacer en esa comarca de tradición marinera, sacudida por un viento que sopla en ráfagas furiosas, determina varias cosas en su vida. “Lo pensaba el otro día mientras rodaba en una azotea de Barcelona. El cielo estaba rojizo y encapotado, como solo lo está en las grandes urbes, y de repente pasó un avión. Cuando vienes de un pueblo, te sigue impresionando ver cosas así”, dice al actor, nacido en una familia “de ocho apellidos catalanes”. “Yo crecí en un lugar donde la tramontana te despeina por la mañana mientras te llevan en moto a la escuela por una carretera secundaria y te cuelga un moco que se queda congelado en invierno. Crecí entre pescadores, payeses, guiris, nudistas, las señoras del pueblo”. No todos los actores vienen de ahí.
Otro adjetivo que todo el mundo usa para describirlo es “camaleónico”. Sus personajes son muy distintos entre sí. Y, a la vez, están unidos por un hilo invisible que no siempre es fácil definir. ¿Qué tienen en común? “Me tienen en común a mí, por desgracia”, admite Auquer (le sale del alma). “Cuanto más presente está Enric, menos me gusto. Me cabrea que mis personajes tengan mi cara y mi cuerpo. Me gustaría transformarme lo suficiente como para que nadie me reconociera”. ¿Ha rozado alguna vez esa quimera? “Con Gary, claramente”, dice, refiriéndose a su rol en la serie Vida perfecta, el joven con discapacidad con el que muchos lo confundieron allá por 2019, cuando todavía era un desconocido. ¿Y cuándo se ha visto más parecido a sí mismo? Auquer no parece tener muchos filtros, pero titubea: “No te lo voy a contestar”. Tras una breve reflexión, acaba encontrando la coherencia en sus papeles. “Todos tienen una fragilidad. Siempre hay algo dentro de ellos que está a punto de desmoronarse. Incluso cuando interpreto a tipos duros, intento que haya un lugar donde se vea la humanidad absoluta del personaje”. Le decimos que esa verdad la transmite con la mirada, como insinuaba Celia Rico. “Es que en el cine todo está en los ojos. Ahí se ve todo, no puedes esconderte. En el fondo del brillo de los ojos de mis personajes siempre estoy yo”, concluye.
Su primer papel importante en el cine llegó con Quien a hierro mata, de Paco Plaza, donde interpretaba al hijo de un narco atrapado en un ciclo imparable de violencia. Lo hizo con un acento gallego tan convincente que muchos espectadores creyeron que era de la misma ría de Arosa. Por esa interpretación ganó su primer Goya, al que se sumarían otras dos nominaciones. La actriz Maria Rodríguez Soto, que ha sido su hermana (Casa en flames) y su pareja (Mamífera) en pantalla —y es su vecina de escalera en la vida real—, lo traduce en otras palabras. “Enric construye el personaje desde la víscera. Eso que ves en sus ojos es su instinto. Si fuera algo más reflexionado, no llegaría de la misma forma”, opina la actriz. “Cuando trabajo con él, tengo la sensación de poder atreverme con todo. Es como ir subiendo la apuesta”.
Nada predestinaba a Auquer para tener esta vida. Encadenó trabajos varios: llevó corderos al matadero, fue friegaplatos en Londres, trabajó como barman en un espectáculo del Cirque du Soleil. A los 19 años, “deprimido y desorientado”, volvió a Barcelona. Su madre, bailarina y profesora de danza, tuvo una idea brillante: que se presentara a las pruebas del Institut del Teatre, vivero de la escena catalana. Hasta entonces, su experiencia actoral se limitaba a los casals de barrio: había hecho de Jesucristo en una función navideña y de Rey Mago en las cabalgatas. Pero en aquellas clases descubrió su vocación. En sus primeros papeles sobre las tablas barcelonesas, guiado por maestros como Lluís Pasqual, Oriol Broggi, Julio Manrique o Àlex Rigola, creímos ver en él algo innato. “Es un oficio que se aprende, pero también algo que se te puede dar bien desde el principio. Te parecerá pedante, pero en la escuela veía que se me daba mejor que a otros”, confiesa. “Y eso me animó, porque venía de ser mal estudiante, tenía la moral por los suelos. De repente encontré algo en lo que era bueno y que encajaba con la parte más exhibicionista de mi personalidad”.
Si uno teclea “Enric Auquer” en un buscador, el algoritmo se apresurará a completar con palabras como “novia”, “hijos” o “pareja”. “Es raro, porque no tengo ni redes sociales. Tal vez no debería decirlo, pero creo que ese interés existe desde que soy pareja de Maca”. Habla de Macarena García, su compañera desde que coincidieron en el rodaje de Casa en flames. Vivir en Barcelona, para él, ha sido un parapeto. “Aquí estoy más tranquilo que en Madrid. De todas formas, no soy de esos famosos a los que paran por la calle. No soy Mario Casas o Miguel Ángel Silvestre”, aclara. “No suelo hablar de mi vida privada, por mucho que me pregunten. A ti te lo cuento, y no porque tú me lo hayas preguntado —que no lo has hecho—, sino porque me da la gana”. Y nos cuenta cosas. Por ejemplo, que ha rechazado cuatro proyectos fuera de Cataluña por sus hijos, porque cada rodaje supone tres meses lejos de ellos.
Durante mucho tiempo, su motor en la vida fue “la venganza”. Contra familiares que no siempre lo entendieron, contra una escuela que no atendió sus necesidades, contra quienes creyeron que nunca llegaría a nada. “Era un liante, no quería estudiar, tenía dislexia y TDAH. Hoy no culpo a nadie, aunque durante mucho tiempo sí lo hice. Me sentía maltratado, sin apoyo. Estaba para que me tirasen a la basura. Me dejé guiar por esa rabia vengativa: ‘Vais a flipar, fills de puta, voy a demostrar que sí que puedo”. Ahora ya no siente eso. Lo dirá antes de terminar, mientras se fuma un cigarro a la vuelta de la esquina. Y entonces, en medio de los turistas que hacen cola para entrar en el Museo Picasso, habla de la escena que grabará cuando caiga la noche, junto a un compañero de reparto sin experiencia que llegó a España siendo menor extranjero no acompañado. Y de las lecciones de vida que está aprendiendo de él. Y de lo mucho que espera que el proyecto aporte al debate sobre los desahucios. Y del sentido que tiene su trabajo. Y de lo mucho que quiere a sus hijos. De repente, por un instante, nos pareció ver a una persona feliz.
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