Oaxaca, la ciudad de piedra verde, chocolate y humo
Una de las más bellas capitales de México, guarda rica historia, artesanía y cien placeres para los sentidos. Tras recorrer sus calles y su mercado, hay que visitar Hierve el Agua y la zona arqueológica de Monte Albán


En México, todos los caminos llevan a Oaxaca (pronúnciese uajaca, una de las rarezas del español en estas tierras): el cultural y el folklórico, el arqueológico y el de la naturaleza, el de la gastronomía y el arte, el de la belleza. La primera parada, ineludible y sosegada, será el convento de Santo Domingo de Guzmán, que todo lo mira desde su atalaya en el centro. Los frailes pusieron sus primeras piedras apenas tres décadas después de que los españoles invadieran México y hoy es un museo que se remonta desde 10.000 años atrás hasta casi nuestros días y guarda un rico patrimonio donde pasear sin prisa. La mirada se descansa dejándola volar entre los vanos que se abren al espinoso jardín botánico, los cactus abren sus brazos al cielo. Queda pendiente un regusto de tardes granadinas, vaya usted a saber por qué.
La capital, del mismo nombre que el Estado, bautizó también el título de Hernán Cortés, marqués del Valle de Oaxaca, por algo sería. Pero basta de historia por el momento. Salgan a tomar un refresco, lo mismo a pie de calle, que encaramándose de terraza en terraza como las ardillas, y por esas alturas déjense mirar, ahora sí, por el convento, que todo lo observa. La ruta de las terrazas, ya sean de hoteles, bares o restaurantes, es inacabable: la fiesta está arriba. De día y de noche, cuando la ciudad se ilumina con mil bombillas y Santo Domingo se prepara para dormir, aún tiene las luces encendidas.
Oaxaca es verde, el tono del liquen desvaído de su cantera acompaña en las calles y en la catedral, bajo cuya sombra algunos lugareños juegan al ajedrez. La piedra volcánica parece reflejar las hojas de los árboles y cuando llueve se oxida como el cobre. Y cómo llueve cuando llega la época. Así están los árboles que hermosean la plaza principal alrededor del quiosco. El zócalo está porticado para sortear entre bares las inclemencias del tiempo todo el año. Pero la ciudad no quiso dejar sin ornato la austeridad de sus piedras, y como tantas otras de estilo colonial en México, se concedió una paleta de todos los colores. La calle del Acueducto, que se levantó cuando aun el pueblo se llamaba Antequera, es una de esas que parecen salidas de las manos de un niño, o de una escuela entera: rojo, azul, amarillo, violeta, un rabioso arcoíris para tomar las mejores fotos. No contenta con eso, la ciudad suele recibir al viajero con techos de papel picado a todo color que cuelgan sobre sus calles señoriales como una eterna verbena. Y si tienen suerte y ese día sale una boda de ronda, podrán ver los monos de calenda, cabezudos danzantes, calle abajo, calle arriba. Oaxaca tiene la alegría infantil de una caja de lápices que revolotea sobre las cabezas.

Antes de parar a comer, que la lectura solo ocupa unos segundos, viajen un poco por los alrededores. Lléguense con un guía hasta Hierve el Agua, que les tomará apenas hora y media antes de extasiarse con las cascadas de piedra, enormes catedrales en la naturaleza. Estas cascadas petrificadas de carbonato de calcio y otros minerales son una sorpresa sin igual; no curioseen antes por internet, déjense sorprender. La ruta es fácil y verde, de horizontes lejanos y más verdes, y se acaba con unos buenos chapuzones en unas pozas que también diseñó la naturaleza en su día de mayor inspiración.
El viaje facilita un primer encuentro con el mundo rural, indígena y sabroso, que estas tierras regala sin medida. Paren después en Teotitlán del Valle, el pueblo zapoteca de los tapetes, fabricados en telares con lana coloreada con tintes naturales (los artesanos les mostrarán el proceso y podrán empezar a vaciar los bolsillos). Si hay tiempo, toquen a la puerta de Abigail Mendoza y sus hermanas: el Tlamanalli ofrece una experiencia gastronómica que sumerge en la tradición culinaria prehispánica con todo lujo de detalle. Y sigan camino adelante, acercándose otra vez a Oaxaca, con una última parada en Santa María del Tule. Si en América todo es grande, el árbol de Tule, un ahuehuete dinosáurico, quiso poner una cúspide en la estadística. Su tronco tiene el diámetro más grande del mundo, 14,5 metros, y la edad se ríe de los siglos.

Oaxaca huele a mezcal. El destilado de agave es hoy uno de los orgullos de esta tierra, que se ha puesto de moda entre los jóvenes plantando cara al tequila. Tradicionalmente, era la bebida casera de los campesinos, pero hoy hay cientos de marcas y presentaciones para calentar la garganta, a besitos, no vayan a poner en riesgo la noche. En el camino que traían desde Teotitlán, la carretera les detendrá en una de las haciendas donde les explican cómo las enormes piñas de los agaves, como meteoritos escamados, se convierten en sus pozos subterráneos de humo en el rico mezcal.

Alimento para cuerpo y alma
Y ahora sí, ha llegado la hora de cenar, de vuelta en la capital. Si de algo presume Oaxaca en todo México es de sus platillos. Pregunten en el mercado si quieren una curiosa experiencia, tradicional y barata, por el Pasillo de Humo. Más caro resulta franquear los postigos del exconvento de Santa Catalina, hotel, restaurante y sorprendente visita para dejarse envolver por la paz de los claustros. Calles más allá, salsas, moles y pipianes salen de las manos de Thalía Barrios, la joven cocinera que ha puesto a su local una estrella Michelin: Levadura de Olla, que así se llama, no defrauda jamás. Del mezcal al plato, el humo es importante en la cultura oaxaqueña. La Cocina de Humo es otro de esos locales exquisitos donde restaurar el paladar. Y hay decenas más, ahí sí echen un vistazo a la red de redes y ajusten sus gustos.

Dos coctelerías de postín ameritan su puesto entre los 50 mejores bares de Norteamérica, Sabina Sabe y Selva, tradición y alquimia moderna al servicio de un buen trago. Pero hay muchas más tabernas y mezcalerías para pasar el mejor rato, música incluida. Dejen sus propinas.
El alimento del alma tiene cumplida presencia en varios museos de la capital oaxaqueña, cuna de artistas como el gran maestro Francisco Toledo. Arte moderno, local, gráfico, hay un poco de todo. Si de camino a cualquiera de ellos les ataja un olor a chocolate, habrán descubierto otra de las mejores tradiciones de la ciudad. Hay molinos y tiendas que dejan escapar el más dulce de los sentidos, intenso perfume de las calles. El chocolate puede ser con leche, pero es tradicional el deshecho en agua, no hay que perdérselo.

Si la visita es corta en días (siempre lo será), es imprescindible sacar un hueco para un paseo guiado por Monte Albán, el gran sitio arqueológico de los zapotecos y uno de los más ricos de todo México. La antigua ciudad de Ocelotépec significa monte del jaguar, mientras que en zapoteco se traduciría como Dani Beedxe (por “dani”, monte, y “beedxe”, jaguar), y tiene mucho que enseñar. No olviden el sombrero.

Si la visita es larga (nunca lo suficiente), agarren el camino a la playa. El Estado tiene algunos de los pueblos pesqueros de fina arena más notorios del país: Huatulco, Puerto Escondido, Mazunte, Zipolite, San Agustinillo, que hacen las delicias de los amantes del sol, las palapas de madera y palma y la vida virgen. Pero si prefieren los mundos interiores, pierdan sus pies por las calles de Oaxaca, no se enreden solo en el centro, no hay calle sin sorpresas. De la tranquilidad a la fiesta, de compras o contemplación. Del mundo antiguo al moderno, Oaxaca es belleza.
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