Santuario de Freud, casa del horror nazi

La casa-museo del padre del psicoanálisis abre por primera vez todas sus estancias al público. El Tercer Reich lo convirtió en 1939 en un edificio destinado a la concentración de judíos.

La calle de edificios historicistas conduce entre olor a café al gabinete de uno de los mayores agitadores de la cultura europea del siglo XX. El número 19 de Berggasse, en un céntrico barrio de Viena, apenas ha cambiado. Como sus pacientes, hay que cruzar la vieja entrada a cocheras, subir la misma escalera y tocar el mismo timbre. Dentro, el vacío. Se abre de par en par la vida privada de Sigmund Freud (Pribor, Austria, actual República Checa, 1856-Londres, 1939), tanto su vivienda como su consulta, dos apartamentos enfrentados donde vivió y trabajó casi 50 años, entre 1891 y 1938, y se exponen pertenencias personales como sus gafas de montura redonda, el bastón, fotos de familia, su ajedrez o el maletín de doctor. Un neurólogo que se inició con una investigación sobre la vida sexual de las anguilas. El mobiliario está deliberadamente ausente.
“La huida forzosa de Freud del régimen nazi dejó el vacío, representa el lado oscuro de la historia. No quiero el diván de vuelta: la gente pensaría que nunca se fue, que no hubo exilio a Londres, que no pasó nada. Y sí que pasó”, dice Monika Pessler, directora del museo, señalando el lugar que ocupaba el célebre diván con una alfombra persa en un despacho empapelado de color rojo sangre. Solo se exhibe el guardarropa y los muebles originales de la sala de espera, que reconstruyó Anna Freud en la inauguración del museo en 1971. La hija del doctor también tenía aquí su consultorio. Accedió a la Sociedad Psicoanalítica de Viena con una obra de título prodigioso, Relación entre fantasías de flagelación y sueño diurno.
La casa-museo de Freud se reabre tras una reforma de 4 millones de euros que ha durado 18 meses y por primera vez se muestra el apartamento de la entreplanta donde pasó consulta hasta 1908 y en el que escribió La interpretación de los sueños. La sala acoge ahora una exposición de arte conceptual con la que se intenta no llenar el vacío. Es la casa natal del psicoanálisis. En total, 550 metros cuadrados freudianos. Como escritor, mitógrafo, iconoclasta y cocainómano, Sigmund Freud fue revolucionario; como neurólogo, un estado de ánimo. Anticipó el concepto de subconsciente, pero hoy le cita más Woody Allen en sus películas que la neurociencia en sus artículos. El psicoanálisis, como terapia, es una cuestión de fe, una actitud. La práctica consiste en hacer brotar por asociación de ideas nuestros deseos y traumas ocultos en el subconsciente. “Sadismo de la verdad”, en palabras de su buen amigo Stefan Zweig.
Cuando Hitler declaró el Anschluss, la anexión de Austria al Tercer Reich en 1938, Freud tuvo tiempo para embalar el diván, sus enseres y figuras paganas, y huir con su familia judía a Londres. Mientras cruzaba la frontera, los nazis quemaban sus libros en Salzburgo. Cinco años antes, cuando ya ardían en Berlín, aún era optimista: “El nazismo austriaco no será tan brutal como el alemán”. Su médico de cabecera, Max Schur, también psicoanalista, escribió en sus memorias: “Freud olvidaba que Hitler era austriaco”. Cuatro de sus cinco hermanas fueron asesinadas en campos de concentración. El número 19 de la calle Berggasse, lugar elegido por el doctor Freud para estudiar la psique humana y tratar la histeria y la represión inconsciente, fue utilizado como edificio de concentración de judíos de Viena, sala de espera para la deportación final. Al menos 58 de ellos murieron en campos de exterminio.
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