El cine, la historia y el mito de la revolución
Miradas distintas para conmemorar el bicentenario del nacimiento de Karl Marx


Hace doscientos años, el 5 de mayo de 1818, Karl Marx nació en Tréveris, al suroeste de Renania. Existen, pues, altas probabilidades de que la peste de las conmemoraciones termine produciendo durante los próximos meses un profundo hartazgo sobre los hechos y las obras del personaje. Mientras llega ese momento, bueno es celebrar que se haya traducido la voluminosa biografía que Gareth Stedman Jones dedicó al autor de El capital y que hace unos días presentó en Madrid. Por otro lado, hace ya algunas semanas se estrenó El joven Marx, la película de Raoul Peck en la que August Diehl interpreta a aquel tipo que estaba llamado a pensar como ningún otro el proyecto comunista.
Son, claro, miradas distintas y, puestos en plan brochazo, la película trata a Marx de manera mucho más emocional, mientras que el historiador opera con la distancia del que maneja, con la perspectiva del tiempo, una información inagotable a la que tiene que irle quitando todo tipo de adherencias mitológicas.
La película de Peck te presenta a unos muchachos entusiastas, generosos, auténticos, que tienen mucho de los jóvenes de hoy y que, incluso, visten prendas muy semejantes. Han decidido plantarse ante los horrores de la revolución industrial, les enervan las injusticias, así que están dispuestos a apretar el acelerador a fondo y cambiar el rumbo de la historia.
París, 1844: Marx se encuentra con Engels, toman unas cuantas cervezas, juegan al ajedrez, escapan corriendo de la policía, se mueren de la risa cuando conciben el proyecto de fulminar a los jóvenes hegelianos. Jenny, la mujer de Karl, los secunda y se desenvuelve con mayor desparpajo cuando entran en contacto con algunos santones radicales de la época, como Proudhon. Todo es posible. Hacen el amor cuando les estalla la pasión, tejen complicidades, resultan tremendamente cercanos. Se pasan una noche en vela redactando El manifiesto comunista, todo es cuestión de coger impulso. La leyenda está servida.
Al historiador le toca trabajar de otra manera. Debe empezar por quitarse cualquier tipo de tentación para no convertir a Marx en el brillante colega que descubrió el maná de la revolución proletaria que va a traer el mundo nuevo. Tomar distancias, contrastar documentos, explicar que hace doscientos años las cosas eran muy distintas. No puede caer en el error de leer lo que pasaba entonces con los ojos del presente. Y no es tarea fácil quitarse el ruido que montaron después Lenin, Trotski, Stalin o Mao, por citar sólo unos cuantos, con las enseñanzas de Marx. ¿De cuál Marx? Vaya, resulta que el caballero fue cambiando a lo largo del tiempo. Pulió ideas, utilizó otros instrumentos, ensayó respuestas de pelaje muy variado. El historiador, y Gareth Stedman Jones lo sabe muy bien, tiene la obligación de triturar las leyendas. Poner entre paréntesis cualquier guiño, perseguir la verdad.
No tiene ningún sentido comparar las dos aproximaciones. El cine es el cine, y tiene ese poder magnético para llevar a una pantalla la vida de unos extraños hasta el punto de convencernos de que sus cuitas son también las nuestras. La historia, cuando está bien hecha, nos facilita una taladradora con la que romper esos prejuicios que tanto calor procuran.
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