El legado
La desinhibida forma de mandar de Esperanza Aguirre permitió que se apoderaran de los despachos de poder personajes siniestros


La traca final que ha provocado la dimisión de Esperanza Aguirre viene tan envuelta en escuchas telefónicas, sumarios en instrucción y autos de prisión que corre el riesgo de oscurecer el legado real de varias décadas de política conservadora en Madrid. Algunos podrían llegar a pensar que la capital de España está radicada en Panamá City, Estepona o las sucursales bancarias de Ginebra. La llegada al poder de Aguirre ya apuntó un camino sin retorno. La votación donde se ausentaron dos diputados regionales socialistas provocó la repetición de elecciones en 2003, pero lo grave fue que dejó abierto un expediente jamás resuelto, donde se daban la mano la impunidad corruptora y la debilidad moral de los partidos. Con ese engarce, los años se sucedieron con más de lo mismo hasta el desastre final.
La desinhibida forma de mandar de Esperanza Aguirre permitió que se apoderaran de los despachos de poder personajes siniestros. Eligieron muy bien su ropa, siempre los polos ribeteados con la bandera española, las pulseras con la bandera española y hasta las correas de sus perritos con la bandera española. Cuando se exhiben tantas banderas españolas solo se puede pretender dos cosas: o ganar el mundial o saquear los fondos públicos. Procedieron a lo segundo, mientras la ciudadanía festejaba lo primero. La privatización de los servicios públicos fue emprendida con una estrategia combinada. Por un lado degradarlos, saquearlos, trocearlos y, por otro, insistir en que la gestión privada es la única decente.
La trama contra los doctores del Severo Ochoa, la sucesión de consejeros de Sanidad al servicio de empresas privadas, los pelotazos en infraestructuras que revertían en financiación ilegal del partido, el desvío de fondos públicos a través de empresas afines hacia bolsillos particulares, desmanes como la Ciudad de la Justicia, las radiales, el Canal y el saqueo y sacrificio de Telemadrid coronan la escalada hasta esta cima de la abyección que los madrileños pueden considerar su casa. Hoy saben que los presos González y Granados no eran ranas traviesas en aguas plácidas, sino la evolución natural de las especies en cualquier charca pútrida y maloliente.
Es una lástima que una ciudad tan abierta y poco pretenciosa como Madrid, con una gente que supo hacer del desarraigo un hogar caluroso, haya tenido dirigentes así durante tantos años, entre la indiferencia, el cinismo y el pragmatismo de entender la corrupción como una forma aceptable del desarrollo económico. Hoy es una vecindad estupefacta que duda si negarse a saberlo todo para preservar una onza de inocencia.
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