Enfermedades
A los 40 años, las cosas se han estabilizado un poco. Al fin, nuestras conversaciones han llegado al tema siguiente, el definitivo

A los 30 años, nuestras conversaciones se llenaron de parejas: hablábamos siempre de gente que se casaba o que se mudaba junta, del mismo sexo o de varios. Luego llegaron los hijos. Réplicas en miniatura de nuestros amigos poblaron el mundo y nuestros diálogos. Al final de la década, aparecieron los divorcios. Y nuestras cenas de amigos incluyeron el momento infaltable:
- ¿Cómo está tu esposo?
- Espero que fatal ¡Y ahora pregúntame cómo está su novia veinteañera!
A los 40, las cosas se han estabilizado un poco. Al fin, nuestras conversaciones han llegado al tema siguiente, el definitivo: las enfermedades.
Recién llegados a la mediana edad, con cada dolencia tememos ser los primeros enfermos de nuestra generación, el anuncio viviente del fin. Por eso, nada nos consuela más que los achaques ajenos.
Hace años que visito a mi dentista más que a mi madre. Mientras esa abnegada mujer trabaja ahí dentro, como en una caverna, armada con una manguera y una linterna, la escucho suspirar tristemente. Cada suspiro suyo es el responso por una parte de mí que ha envejecido antes que yo. La odontóloga me explica que mis encías preparan su jubilación, el momento en que se batirán en retirada y abandonarán mis dientes a su suerte. Desde las radiografías, mi propia calavera me sonríe.
Ayer, mientras bebía para olvidar mi dentadura, conocí a un tipo en la barra. Me confesó:
- Tengo esofagitis. Comer me produce ardores insufribles.
- Al menos, puedes comer. En pocos años, yo no seré capaz de masticar.
- Yo no llegaré a ese día. El colesterol me matará antes.
Sentí ganas de abrazarlo. Creo que seremos buenos amigos.
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