¿Es o se hace?
Muchas cosas distinguen la escritura de otras profesiones, pero una y otras comparten la necesidad de un cierto aprendizaje

En uno de los mejores relatos de su libro Los escritores inútiles, Ermanno Cavazzoni observa el hecho de que “cada tanto en una familia normal nace un escritor, pero nadie lo sabe”, lo que contribuye a convertirlo en un incomprendido al que en el colegio “atormentan, pinchan con alfileres oxidados, manchan con tinta indeleble, de buena gana le tiran pedos en la nariz para que los respire y se ahogue”.
Jack Kerouac afirmó que “los escritores se hacen, pero los genios como Melville, Whitman o Thoreau nacen así”. La frase es discutible, pero hacerlo solo contribuiría a continuar una tediosa discusión en la que estamos embarcados desde hace siglos. Más pragmático, Cavazzoni imagina una escuela para escritores en la que se les ahorran los sufrimientos y humillaciones de una vida de incomprensión: aislados del contacto con cualquiera que no sea escritor, los futuros escritores son alimentados con jalea real y dejados a su aire, ya que (como propone Kerouac, en algún sentido) no necesitan una educación formal para desarrollar su vocación. A los siete años son capaces de dibujar una letra “A” con bastante solvencia, pero nada más.
Una vida de frustraciones, así como la lucha permanente contra el fisco, no parecen lo peor que puede pasarle a un escritor si, a cambio, este consigue superar el estadio de estupidez infantil en el que se encuentran los de Cavazzoni. Muchas cosas distinguen la escritura de otras profesiones, pero una y otras comparten la necesidad de un cierto aprendizaje, y yo siempre preferiré ir de un médico titulado antes que de alguien que dice “haber nacido así”, aunque otra cosa es que la literatura se pueda aprender de otra forma que la tradicional: leyendo y escribiendo; es decir, imitando. Oscar Wilde afirmó: “No se puede enseñar nada que valga la pena aprender”, pero Wilde (una vez más) estaba equivocado.
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