La violación como arma de guerra
La actriz Angelina Jolie ha vuelto a captar la atención mundial, esta vez flanqueada de líderes mundiales, reunidos en la cumbre del G-8 y junto a los que ha pedido el fin de la impunidad ante la violencia sexual en las zonas de guerra. A la costumbre de anunciar grandes iniciativas y promesas por parte de los países más poderosos del planeta, suele acompañarle la no menos tradicional costumbre de incumplirlas. Por eso tal vez, la primera tentación podría ser considerar las palabras de Jolie vacías. Por eso y porque la justicia contra los violadores se dirime en las salas de audiencias y no en lujosas salas de prensa frecuentadas por políticos en la capital británica. La violación como arma de guerra es, sin embargo, un asunto lo suficientemente importante y complejo como para trascender esas inercias diplomáticas.
En el año 2006 recorrí Bosnia buscando a víctimas de violaciones y a testigos. Para mí no fue un trabajo más. Tengo tatuadas en el cerebro las caras y las historias de aquellas mujeres a las que los soldados violaron de forma sistemática a principios de los noventa. Día y noche para que parieran hijos serbios; hijos de la limpieza étnica.
Hasija es una de esas mujeres. Nunca había hablado de lo que le hicieron los hombres con el calcetín en la cabeza en la escuela de Rogatica, pero un día, lejos de su infravivienda y de los atentos oídos de su madre se desplomó y empezó a hablar sentada en una cama de un hotel del centro de Sarajevo. La vergüenza, la culpa, la humillación y el ostracismo social que sufrían muchas de esas mujeres me impactó. Los hombres a los que habían herido o matado durante la guerra se habían convertido en héroes nacionales. Ellas no. Más bien al contrario. Muchas mujeres violadas, heridas en cuerpo y alma no se atrevían si quiera a desvelar su condición de víctimas. Temían que las culparan a ellas, que pensaran que en el fondo “algo habrían hecho” para acabar siendo violadas. A estas alturas.
Algunos de los criminales que violaron y torturaron a decenas de miles de mujeres (entre 20.000 y 50.000, según cifras de la ONU) de mujeres en Bosnia han acabado en el tribunal Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (TPIY) acusados de crímenes contra la humanidad. Otros muchos no. El caso de las mujeres bosnias no es ni mucho menos único. En Ruanda, la ONU calcula que fueron entre 250.000 y 500.000 las niñas y mujeres violadas a mediados de los noventa. Y en la República Democrática de Congo las violaciones se cifran también en cientos de miles. “Yo violé a 35 mujeres”, informa un soldado congoleño en un artículo publicado en el británico The Guardian. “Hacíamos lo que queríamos”, añade.
Por eso, tal vez no haya que menospreciar el gesto y las palabras de Jolie. Sería ilusorio pensar que iniciativas como esta vayan a resultar definitivas y cambiar al situación de la noche a la mañana, pero sí pueden convertirse en una herramienta de divulgación efectiva y necesaria. Porque al margen de la actuación de la justicia internacional, es fundamental que los países afectados reconozcan la violación como arma y crimen de guerra. Para eso, es clave que las mujeres violadas tengan claro desde el primer momento que lo que les ha sucedido no es un asunto penal privado ni una cuestión de política interna. Que tampoco es una agresión más entre las partes en conflicto. Que es una manifestación brutal de la violencia de género dirigido a un grupo de víctimas concretas: las mujeres. Que, como ha dicho Jolie, es un problema global; que debe convertirse en una prioridad internacional y que en términos de justicia internacional constituye un crimen de guerra.
Foto: mujeres supervivientes de un ataque en Alepo el 7 de abril. AFP / Victor Breiner
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