Dilema anticrisis: profanación o ‘sinpa’
Jeremy Heath, un británico de 47 años, se ha pasado los últimos cinco años comiendo de gorra por los restaurantes de su país. ¡Y sin ser periodista ni bloguero!


Seré un fatalista, pero este 2013 cada vez me huele más a 1623. No es que se hayan puesto de moda los juboncillos y camisolas atadas con cordón —todavía—, ni que la muy aborrecible tuna se haya convertido en última y desesperada salida para los jóvenes en paro —Dios quiera llevarme antes—. Me refiero a cómo la gran estafa que es esta crisis está promoviendo el regreso de prácticas sospechosamente similares a las que leímos en el Lazarillo, el Guzmán de Alfarache o el Buscón.
Puede que la necesidad apriete, o quizá la ética la esté palmando en un mundo en el que los que deberían dar ejemplo son los primeros chorizos, pero la picaresca se impone como tendencia para subsistir en esta década prodigiosa. Un buen ejemplo lo encontramos en Jeremy Heath, un británico de 47 años que se ha pasado los últimos cinco años comiendo de gorra por los restaurantes de su país. ¡Y sin ser periodista ni bloguero! Su modus operandi era tan simple como efectivo: entraba en los locales, se ponía hasta las trancas de comida y bebida, simulaba un ataque cardiaco y los servicios de emergencia se lo llevaban al hospital. Una vez allí, se recuperaba milagrosamente y se iba a su casa con la andorga llena y la cartera intacta.
Aunque la técnica no es del todo nueva —la gran Anjelica Huston ya hacía algo parecido en Los timadores poniendo un cristal en el postre y amenazando a los camareros con una demanda—, el caso presenta peculiaridades dignas de admiración. Heath aprovechaba con astucia la ventaja competitiva de sufrir una parálisis cerebral e ir en silla de ruedas, por lo que el mecanismo de la compasión anulaba cualquier suspicacia. Sufría una sed abrasadora que le empujaba a inundar los banquetes en ríos de cerveza —en un desayuno se bajó seis pintas—, y reincidía de la manera más impúdica: al salir de un juicio por uno de sus sinpas, lejos de sentir la amenaza de la ley, hizo doblete en dos restaurantes con sus correspondientes visitas al centro sanitario más cercano.
Por si esta manera de enfrentarse a la crisis no les convence, tengo otra igual de pícara, aunque más crepuscular: la de los empleados del cementerio de Eibar que arrancaban las muelas a los cadáveres para venderlas en un compro oro. Con todos los peros de la profanación de tumbas, este procedimiento parece menos dañino que los microrrobos de Heath: salvo en caso de armagedón zombi, los muertos nunca volverán a masticar con esos dientes.
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