¿Hay demasiada teoría en la universidad? El reto de pasar del monólogo a la participación en la era de la IA
Las clases magistrales conviven con las innovaciones tecnológicas y unas metodologías activas que ponen al estudiante en el centro del aprendizaje


Para buena parte de los alumnos y alumnas de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, las clases teóricas que reciben se sienten casi como un maratón de información que resulta difícil de digerir. Así, al menos, lo afirma un estudio recién publicado en la Revista Española de Educación Médica, según el cual la mayoría valora la presencialidad, pero reconoce su frustración con unas lecciones que consideran monótonas, repetitivas y poco conectadas con la práctica: no en vano, solo un 11,3 % cita “aprender más y mejor” como una ventaja asociada con la presencialidad. En una década dominada por la irrupción de la IA generativa y la expansión de metodologías más prácticas e interactivas, la pregunta sobrepasa los muros de la institución madrileña y plantea un dilema más general: ¿adolece la universidad de un exceso de teoría?
La cuestión, más que poner en duda la conveniencia o no de una enseñanza teórica que resulta indispensable, pone el foco en el peso que esta tiene sobre el proceso de aprendizaje, y si acaso se aborda de la mejor manera posible para conseguir unos niveles idóneos de atención, participación y compromiso por parte del alumnado. Entre las demandas de los estudiantes de la Complutense aparecen, entre otras, palabras clave que sin duda resuenan en facultades de toda España: lecciones grabadas y accesibles (algo que pide un 95 % de los alumnos encuestados), casos reales, más flexibilidad (tres de cada cuatro preferirían un formato semipresencial o híbrido) y una mayor interacción en el desarrollo de las clases.
Para Cristina Díaz del Arco, profesora asociada de Ciencias de la Salud en la institución madrileña y coautora del citado estudio junto a María Jesús Fernández, se sigue confiando de forma mayoritaria en las tradicionales lecciones magistrales, aunque espera que esa tendencia evolucione con el paso del tiempo. Se trata de cambios que, afirma, no solo son necesarios, sino que además son muy fáciles de aplicar: “Lo mínimo, con las herramientas que tenemos, sería dejarles las clases grabadas, para que las consulten cuando puedan o necesiten. Y si quieres subir tests de autoevaluación, puedes coger cuestiones de otros años y subirlas como coordinador para que tengan un banco de preguntas, que con eso también se aprende mucho, es una práctica común durante el MIR y generalmente les gusta”. A partir de ahí, y si se es ambicioso, “pueden plantearse cambios de mayor calado como la aplicación del aula invertida o hacer cambios en el calendario y reducir la parte teórica en beneficio de la práctica”.
No se trata tampoco de contraponer la clase magistral a cualquier otro método. Como recuerda Idoia Fernández, doctora en Ciencias de la Educación y docente de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), cada disciplina encuentra sus fórmulas pedagógicas más eficaces: el Aprendizaje Basado en Problemas (ABP), por ejemplo, tiene un gran sentido en Medicina, mientras que en Derecho se recurre al método de casos para acercar al alumnado a la práctica profesional y en las ingenierías se emplea con asiduidad el Aprendizaje Basado en Proyectos, que permite a los estudiantes enfrentarse desde el primer curso a retos técnicos reales. En todos los casos, subraya, “la cuestión no es desterrar la teoría, sino integrarla de manera que cobre vida a través de situaciones concretas y conectadas con la realidad de cada campo”.
El valor de aprender haciendo
Esa integración de la teoría en prácticas ajustadas a cada disciplina abre la puerta a otro debate esencial: ¿qué gana el alumnado cuando se convierte en una parte activa de la clase? Para Miguel Ángel Zabalza, psicólogo, pedagogo y catedrático jubilado de Didáctica en la Universidad de Santiago, la clave está en que “cuando el estudiante toma decisiones, aumenta su compromiso; y ese compromiso, el engagement, es el factor que más influye en el rendimiento académico, más incluso que la inteligencia o los recursos económicos”. Una participación que, además, multiplica sus efectos cuando es colectiva: aprender en comunidad, trabajar en grupos y compartir responsabilidades no solo refuerza los conocimientos, sino que ayuda a crear redes de apoyo que sostienen a los estudiantes durante todo el proceso formativo.
“Cuando el presidente de la Facultad de Medicina de Harvard saluda a sus alumnos de primero recién llegados, les dice: ”Aquí os van a enseñar los mejores médicos del mundo, pero somos conscientes de que vais a aprender mucho más de vuestros compañeros que de los profesores. Así que os invitamos a que efectivamente os vinculéis a vuestros compañeros y trabajéis con ellos". Y yo esto lo he vivido mucho, tanto de profesor como de estudiante“, añade Zabalza.
En la práctica, esta idea se concreta en metodologías que ya forman parte del paisaje universitario: desde el aula invertida (o flipped classroom) hasta el aprendizaje cooperativo, pasando por la instrucción entre pares (peer instruction) y la mentoría entre iguales. Fernández, también exdirectora de Innovación Educativa de la UPV/EHU, recuerda por eso que la universidad ha pasado de un modelo centrado en la transmisión de contenidos a otro en el que el profesor es un diseñador de situaciones de aprendizaje y el alumnado actúa de manera más activa.
“Cuando se trabajan casos clínicos en pequeños grupos y se plantea la teoría vinculándola a una situación real, los estudiantes se implican mucho más y recuerdan mejor lo que han aprendido”, coincide Díaz. Frente a la acumulación de información en clases expositivas, apunta, los seminarios verdaderamente participativos (en lugar de tener a un profesor que se limite a presentar casos prácticos en un PowerPoint para que tú te limites a escuchar y asentir) o los bancos de preguntas de autoevaluación generan una dinámica distinta y más motivadora que conecta de forma inmediata con lo que después necesitarán como médicos. “Algunos de los alumnos consultados [para el estudio] mencionaban herramientas de gamificación tipo Kahoot!. Y claro, como somos tantos en clase, puedes impartir el contenido y luego hacer un trivial al acabar, en el que todos juguemos a contestar distintas preguntas. Parece una tontería pero les gusta”, añade.
No todas las innovaciones tienen que ver con la metodología. Javier Paricio, profesor titular de la Facultad de Educación en la Universidad de Zaragoza, explica que los cambios que tienen un mayor impacto son de tipo curricular: “No se trata de tanto “cómo” sino de “qué” aprenden los estudiantes. El mundo es cada vez más complejo, así que el reto no debería ser formar estudiantes-enciclopedia que dominen largos temarios, sino formar personas competentes que, desde la comprensión profunda de conceptos e ideas clave, sean capaces de utilizar ese conocimiento de forma flexible e innovadora para afrontar problemas y situaciones complejas".
Las resistencias al cambio
Poner al estudiante en el centro del aprendizaje implica reconocer que el mejor docente no será aquel que explique mejor (“Te puedes pasar explicando bien cuatro horas y que luego tus alumnos no aprendan más que el 5 %”, apunta Fernández), sino el que logre que sus estudiantes aprendan mejor: “Parece una obviedad, pero tiene implicaciones muy profundas. Primero, porque supone planificar las asignaturas a partir de unos resultados de aprendizaje esperados (lo que el estudiante va a aprender a hacer, y una cierta transformación de su forma de pensar y actuar). Y segundo, porque es precisamente lo que el alumno hace lo que determina su aprendizaje”, asegura Paricio. El mejor profesor, en definitiva, será quien proponga actividades más valiosas y logre mayores niveles de implicación y trabajo.
El camino hacia una docencia más participativa, en un sistema académico sigue premiando sobre todo la investigación, no está exento de obstáculos: “Lo importante en la universidad sigue siendo ser un buen investigador. La docencia va ganando espacio, pero exige una enorme inversión de tiempo que el profesorado, desbordado entre publicaciones, gestión y tareas de liderazgo, no siempre tiene”, sostiene Fernández. Esa falta de reconocimiento institucional se suma, según ella, a una ausencia de liderazgo claro por parte de muchas universidades, que no acaban de apostar de forma decidida por premiar y promocionar a quienes innovan en el aula.
Una presión a la que se suma la inercia de un modelo muy individualista, según Zabalza: “Cada profesor hace la guerra por su cuenta y es imposible tener proyectos educativos institucionales. Antes, cada docente hacía de su capa un sayo y nadie se enteraba de lo que sucedía en clase. Ahora internet ha aportado una mayor visibilidad, pero la discrecionalidad sigue siendo enorme: cada cual enseña como quiere”. La calidad de la docencia, afirma, depende mucho de las ideas que tenga el docente y de lo mucho que haya trabajado la parte didáctica. Y recuerda una anécdota que ilustra este tipo de resistencias: “Había un profesor inglés que estaba dando una conferencia sobre todo este tema de las metodologías. Un profesor de la audiencia levantó la mano y le espetó: ”Mire, oiga, yo llevo 25 años dando clase y no me a venir ahora usted a decir cómo hacerlo". Y el inglés, que no se mordía la lengua, le contestó: “¿Está usted seguro de que tiene 25 años de experiencia? ¿No será que tiene un año de experiencia repetido 24 veces?"
Entre la inercia de los modelos tradicionales, la presión por publicar y una cultura universitaria que a menudo concibe la docencia como un territorio privado, el reto de transformar las aulas avanza, pero con resistencias que hacen más lento el cambio.
El reto de la inteligencia artificial
En cualquier caso, no se puede hablar de innovación educativa sin abordar el reto que hoy en día supone la presencia, cada vez mayor, de las herramientas de inteligencia artificial generativa. Su irrupción en las aulas (tanto en la universidad como en otros niveles educativos) abre un amplísimo abanico de posibilidades, pero también plantea muchas dudas de fondo: ¿cómo garantizar la autoría real de un trabajo? ¿Qué ocurre con competencias esenciales como el pensamiento crítico o la capacidad de argumentar, si parte del esfuerzo intelectual se delega en un algoritmo? El desafío, para Fernández, radica precisamente en encontrar un equilibrio: aprovechar la IA como un recurso de apoyo sin que sustituya el proceso de aprendizaje. “Afecta muchísimo, pero todavía no tenemos evidencias científicas sólidas como para saber qué está pasando”.
“Es como si te fueras a hacer un análisis de sangre, pero la sangre que llevas no es la tuya, es la de un vecino que te la ha dado”, esgrime Zabalza. Su metáfora apunta al corazón del debate: cuando un estudiante presenta un ensayo generado por una IA, el profesor ya no puede saber con certeza si lo que evalúa pertenece realmente a la persona que aprende, por muchas herramientas de detección que haya. Y en esa pérdida de trazabilidad de la autoría se juega mucho más que una calificación: se cuestiona la confianza en la relación pedagógica y se pone en riesgo la formación de competencias que no se pueden delegar en ninguna máquina, como el juicio crítico, la autonomía intelectual o la creatividad.
La universidad, al fin y al cabo, no se mide solo por la cantidad de contenidos que logra transmitir, sino por la huella que deja en quienes temporalmente pasan por ella. Conseguir que un alumno sienta curiosidad, o que sepa conectar lo aprendido con el mundo que le rodea, puede valer más que cualquier temario exhaustivo. Todo en aras de un delicado equilibrio en el que aún está por definir el verdadero impacto que la IA tendrá en el proceso de aprendizaje.
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