Agua bendita
Ignoro los beneficios que esperan alcanzar quienes se bañan en el mar el primer día del año, una costumbre cada vez más extendida entre nosotros. ¿Se evitarán así los catarros a los que nos expone la estación invernal; se les rejuvenecerá la piel, laminada por el frío del deterioro acumulado durante el año; se les reactivará alguna parte del cerebro, adormecida por el monótono paso de los días; se les olvidará lo vivido, como ocurría con las aguas del Leteo, preparándoles así para recibir una nueva vida? Sé de familias enteras que se acogen a esta nueva tradición, en la que participan desde el abuelo octogenario hasta el nieto, incluso el biznieto que apenas ha aprendido a nombrar el agua. Y sí puedo asegurar que la experiencia les aporta a todos ellos una gran felicidad, de cuya motivación no creo que pueda excluirse el hecho de haber salido vivos del intento. ¿Una nueva superstición? Probablemente, en una época en la que tanto proliferan, hasta el punto de necesitar una agenda para cumplir con todas. Pero no nos volvamos prosaicos, tampoco para recordar al reptil que todos llevamos dentro, y démosle al placer su derecho a encontrar sus excusas.
Quizá no sea éste un momento adecuado para hablar de placeres, pero aquí, entre nosotros, uno ansía el día en que pueda gritar esto es placer, sin necesidad de arrepentirse. No me refiero, naturalmente, a ese viejo tópico tan gastado de si los vascos follamos o no follamos. No, no hablo de los placeres en la sombra, sino de algo que tiene que ver con la palpitación de la luz diurna. Y regreso al baño purificador. Ese octogenario, o esa joven veinteañera, que salen sonrientes del agua invernal, no tienen como fondo la noche, sino la radiante luz del día, en la que parece expandirse su contento. Y esa felicidad en la luz se nos presenta carente de reparos. Es un momento, lo sé, sólo un momento que seguramente será eclipsado muy pronto, pero hagamos de él una imagen eficaz. Y a este país, Euskadi, le ha faltado esa luz, la de la vida sin reparos, durante mucho tiempo, y aún le sigue faltando.
Supongo que la felicidad es un objetivo deseable, pero me conformo con reivindicar el derecho a la alegría, un derecho que está vinculado con el presente, con el momento presente, con el aquí y ahora, pero que precisa un estado de ánimo adecuado. Y anímicamente éste ha sido un país oscuro. Como lo es cualquier país en el que la libertad ha sido amenazada, o en el que ésta se ve sometida al peso insoportable de una historia forzada. Y me temo que lo va a seguir siendo. Cuando a nuestra vida ordinaria se la hace depender del peso de los siglos, y eso es, en definitiva, el denominado conflicto, el brillo de la luz languidece bajo la oscura amenaza de la fábula. Necesitamos recuperar el presente, bañarnos en él como en un agua lustral, y reivindicar ese derecho ante quienes quieran secuestrárnoslo por los siglos de los siglos.
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