Ese Suárez

Ver a Adolfo Suárez hacer el amor con su mujer es tan desasosegante como imaginar a tus padres haciéndolo. No sé si los guionistas del telefilme cuya segunda parte emite esta noche Antena 3 eran conscientes de ello. Aún carecemos de la naturalidad norteamericana donde tú pones a JFK montándoselo con Marilyn Monroe y nadie se agita. Iremos ganando terreno. Por ahora andamos en la hagiografía matrimonial. El biopic es al personaje real como la foto de bodas a la historia real de una pareja. Del precedente exitoso de la miniserie sobre el 23-F de TVE, donde lo más ácido que le achacaban al Rey era que estaba jugando al bádminton cuando Tejero entró en el Congreso, se avanza un pasito más para retratar los empujones arribistas del joven Suárez. Pero la ternura y una limpieza improbable envuelven en celofán aquella época sucia y gris. Es justo que seamos agradecidos y nos contemos cómo pasó, pero sin quitar la roncha de grasa y el filo a aquellos años apasionantes.
De Suárez se han escrito retratos a machetazos y a lametazos. La enfermedad le trajo la absolución y el mito de intocable, él que fue el hombre más insultado de España. Pero la definitiva imagen es la del equilibrista héroe de la retirada como lo llamó Enzensberger o el farsante redimido como aquel general Della Rovere que Javier Cercas pinta en su embriagadora Anatomía de un instante. Consiguió su sueño de ser portada del New York Times en la tarde más humillante de su vida y cambió la historia dándose de bofetadas con lo posible, mientras la patria entera estaba demasiado ocupada mirándolo todo por encima del hombro. Ginés García Millán calca de ese Suárez los ojos turbios como una charca removida. Dentro de ese gran actor hay más verdad que afuera, en esas calles sin dinero para figurantes y en esos extractos de prensa forzados a pasar por diálogos naturalistas. Más presupuesto y menos canonización habrían ayudado a contar mejor cómo ese Suárez-Moisés guía a su tribu indócil hasta el reino de los cielos constitucionales donde el comunista abraza al falangista y el Rey brinda con el político amortizado. Es el cuento feliz de nuestra Transición, pero dar zancadas en aquel lodazal de intrigas dejó manchas en la sábana santa que no nos importaría revisar.

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