Rosa regio
Hace cuatro años, el nombre del canadiense Jean-Marc Vallée se hizo especialmente popular entre la parroquia cinéfila española, vertiente indie, cuando su largometraje C.R.A.Z.Y. recibió cuatro premios en el Festival de Gijón. Bastaba indagar en la filmografía del cineasta para darse cuenta de hasta qué punto era personal el delicado trasfondo de la historia que manejaba C.R.A.Z.Y: la película era la descendencia directa de dos cortometrajes -Les fleurs magiques (1995) y Les mots magiques (1998)- en los que Vallée ya había hurgado en los sinsabores y claroscuros de la comunicación entre padre e hijo. Esa indagación en la filmografía del canadiense también aportaba otro dato: que en Vallée quizás no había que ver tanto a un posible autor como a un profesional del cine con ganas de incorporarse a la industria casi a cualquier precio. En su carrera, figura una anomalía digna de mención: la secuela -Los locos (1997)-, directa al mercado del DVD, de Posse (1993), el considerablemente risible western blaxploitation dirigido por Mario Van Peebles.
LA REINA VICTORIA
Dirección: Jean-Marc Vallée. Intérpretes: Emily Blunt, Rupert Friend, Mark Strong, Miranda Richardson, Jim Broadbent.
Reino Unido-Estados Unidos, 2009. Género: Histórico. Duración: 100 minutos.
Cabía esperar que, tras el golpe de fortuna de C.R.A.Z.Y, Vallée optase por defender otro proyecto personal, pero ha preferido rendirse a otro encargo: producida por una joint venture que casi parece una ocurrencia de Muchachada nui -Martin Scorsese y Sarah Ferguson-, La reina Victoria se centra en la juventud y primeras experiencias de la reina que definió una época clave de la historia británica -con luces, pero también con sombras imperialistas que omite-, a través de un registro más centrado en lo sentimental que en lo político.
La película se erige en lección práctica de uno de los posibles nuevos usos de la monarquía en el contexto de la contemporaneidad: proporcionar ficciones rosa a la, sin duda, numerosa plebe que no siente la llamada de la lucha de clases ante la celebración fetichista de lujos y rituales, ni sucumbe al sonrojo cuando intentan venderle la socorrida monserga de la soledad del poderoso. La reina Victoria es, en suma, una de esas películas que llevan al espectador benévolo a glosar las bondades de la ambientación, la fotografía y el vestuario a la salida de la proyección. Al resto, le queda el consuelo de apreciar a Jim Broadbent o Miranda Richardson, o alimentar en silencio su personal republicanismo.

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