"La música es un organismo vivo, se mueve, se siente"

Para desayunar necesita dos cuchillos. "Uno para untar la manteca y otro para la mermelada. No es que sea un maniático, es que no me gusta mezclar", asegura. El caso es que, en la vida, Horacio Lavandera camina con dos herramientas para todo. Con dos manos, dos cabezas. Es la eterna dualidad de los pianistas, que se marca desde que son pequeños personajes obsesionados con la perfección.
Dice este músico prodigio argentino, que con 23 años ha pasado por el magisterio de grandes figuras como Maurizio Pollini, Martha Argerich, Daniel Barenboim o José María Colom, que siempre fue un niño normal. "Disciplinado y trabajador. Completamente dedicado a la música, pero normal", asegura ante un vitamínico zumo de naranja, mientras espera sus barritas de pan tostadas.
El pianista argentino ha triunfado con sólo 23 años e intenta tener la cabeza fría
Pero si normal es que a los ocho años Horacio entrara a la tienda de discos de Devoto, su barrio bonaerense, y pidiera cosas de los ultravanguardistas Pierre Boulez o Karlheinz Stockhausen, de su ídolo Alban Berg o de Beethoven, su gran referente, alguien debería aclararle el concepto. Si normal es que un chico casi imberbe hable de la música como lo hace él, algo se nos escapa: "La música es un organismo vivo, tiene su propio tiempo, su manera de influir, se mueve, se siente, se construye paso a paso y debe hacer saltar emotividad y pensamiento al tiempo".
Normal debe de ser que le gusta el fútbol: "Allá soy del Boca; acá, del Madrid", comenta. O que hace ejercicio: "Porque ser pianista es un trabajo físico, atlético". Pero con respecto a la música, Lavandera no es en absoluto normal. Está tocado por los dioses. Eso es lo que creía Stockhausen, que le aleccionó, le apadrinó, le enseñó a transitar por los vericuetos de los sonidos más complejos. Su modo de expresión, dice este pianista superdotado, ganador del concurso Humberto Micheli con 16 años, es algo elevado, intocable, sagrado, que no tiene nada que ver con el pop, con el rock, por ejemplo. ¿Ni con Calamaro o los Rodríguez, por hablar de clásicos cercanos a su entorno? "No, eso no. Eso no se escuchaba nunca en nuestra casa", comenta medio escandalizado, mientras da bocados furtivos a su tostada y sorbe un té con leche.
Dice que con la comida es como con la música. Pica de todo. Desde Mozart hasta Luis de Pablo o Cristóbal Halffter; de Schubert y Chopin a Schönberg, Mauricio Kagel, Piazzolla o Ginastera. Lo confirma su padre, que está a su lado y es músico también, percusionista, experto en tangos. "No me gusta estar solo, sentirme solo. Mis padres me han ayudado y apoyado en momentos muy duros", comenta. Momentos de duda, momentos en que ha visto que muchos se quedan por el camino. Le cuesta todavía salir de su burbuja. Tiene miedo a que le desvíen del camino. "A no saber qué decir cuando se acerca gente a ti y te dice cosas, te halaga, te propone proyectos que tú no sabes valorar".
No es fácil haber saboreado el triunfo tan joven, haber tocado en el Colón de Buenos Aires, en la Scala de Milán, en la Accademia Santa Cecilia, de Roma, y mantener la cabeza fría. Para ello ha extraído las mejores enseñanzas de sus maestros. Los mejores. "Un buen maestro debe ser exigente, tener la capacidad de hacerte responsable, extraer tu talento ordenadamente". Y ahora del público, exigente: "A los pianistas nos están examinando constantemente".

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