Divino exceso
Pocas veces tiene uno la oportunidad de entusiasmarse. El entusiasmo siempre es vergonzoso, porque implica exponerse ante los demás de una manera abierta, desnudo con tu ilusión como única indumentaria. Es mucho más inteligente abrigarse con el manto de la indiferencia, mirando a tus contemporáneos por encima del hombro. El que se entusiasma pone límites a sus capacidades: yo llego hasta aquí, esto me llena, no quiero más. Sin embargo, el decepcionado, el crítico insatisfecho lo es porque no acepta esos límites, no quiere ser definido por lo que tiene delante. Así se mantiene libre, inabarcable, por encima de los que han cometido el error, el mal gusto de abrazar algo como propio.
Mi alma, habituada al tedio de una realidad áspera, se sobrecogió
Bueno, pues tengo que reconocer que yo, ayer, me entusiasmé en El Prado. Me entusiasmé con el soberbio trabajo de Rafael Moneo. Gocé como un niño charlando un segundo con él y alucinando con su humildad y su amor al trabajo. Venía a controlar unos cambios en la cocina del restaurante del museo, acompañado de su mujer. No tuve la oportunidad de expresarle mi admiración y respeto, pero lo voy a hacer ahora. Moneo es responsable de la ampliación de un edificio, tarea en sí misma humilde, y ahí precisamente radica la grandeza del proyecto, en el esfuerzo por conseguir que la transición entre lo viejo y lo nuevo no sea agresiva, sino todo lo contrario, sutil, casi imperceptible, y por ello subterránea. El caminante descubre los espacios sin romper el ritmo de su visita, sin sorprenderse por la irrupción de elementos extraños. Gracias a Moneo el museo sigue siendo el mismo, pero rejuvenecido por unas salas que lo hacen infinitamente más confortable. Moneo rehabilita la entrada principal y la ilumina con una sensacional sala basilical, aportándole una fuerza que realmente antes no poseía. Esas formidables paredes estucadas en rojo pompeyano y la madera virgen que cubre las grandes estancias de la exposición no pueden ser más acertadas, rodeando al visitante de un calor del que el museo, reconozcámoslo, no ha disfrutado hasta ahora. El edificio del claustro de los Jerónimos queda así separado del conjunto por la superficie, sin romper, por tanto, el conjunto arquitectónico original. El mismo claustro se encuentra en el último piso del edificio, trasladado piedra a piedra sin apoyarse en estructura de soporte alguna, manteniendo intacta la pureza de la construcción.
En este estado de excitación, mi alma, acostumbrada al tedio de una realidad áspera e incómoda, se sobrecogió de nuevo. Frente a mis ojos tenía la colección de pintura del XIX que El Prado recupera de sus fondos, tras años de oscuridad en un lúgubre almacén.
El siglo XIX siempre ha sido despreciado porque se utilizaba, por oposición, para alabar los avances del siglo XX. Desgraciadamente, lo moderno precisa de lo antiguo para definirse. Además, el romanticismo se ha identificado demasiadas veces con una ideología atada a convenciones estilísticas, amordazada por tópicos. Bien, pido por favor que vayan a ver la exposición para que todo esto se les borre de la cabeza. Precisamente ahora es cuando esta pintura resulta más moderna, porque estamos hartos de soportar un arte que nos rechaza como espectadores, que considera el espectáculo como algo peyorativo. Vuélvanse locos disfrutando del cuadro en formato panorámico. No es una deshonra ser generoso con el que observa. Dios bendiga la técnica asombrosa de Sorolla, y sus cuerpos adolescentes esculpidos con luz. Con su trazo invisible y sobrenatural, Madrazo llega a la altura del mejor Ingres. Pierdan la cabeza como Juana la Loca en el fantástico cuadro de Pradilla. Déjense llevar por el exceso, el bendito exceso de unas obras maestras inconmensurables.
Álex de la Iglesia es director de cine.
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