Gigante con pies de barro
Unas vienen y otras se van. Es la crónica no ya de las salas de conciertos, sino del mismo discurrir de los recuerdos y evocaciones sentimentales. Barcelona, una de las capitales musicales del país (antes fue la capital musical del país) ha contado tradicionalmente con una adecuada, aunque precaria, infraestructura de salas.
En relación con la edad o las vivencias de cada persona los habrá que recuerden el Salón Iris, el antiguo Zeleste de Platería, el Boira, Studio 54, Las Rías o el Garatge. Los más recordarán la fugaz pero intensa historia del vanguardista Standard, la sala que en Travesera de Gràcia albergó un concierto sorpresa de Prince y que ahora exhibe coches en sus escaparates.
No menos nostálgico es el recuerdo de La Cibeles que viera al extraordinario Tom Verlaine con sus Television; del Artículo 26 o del seminal Metro, más tarde llamado 666, sala que junto al Zeleste situó a Barcelona en el circuito musical de los años ochenta.
Se dirá que las salas vienen y se van, pero esta apreciación no deja de ser superficial atendiendo a otras consideraciones. Porque si recordamos la Barcelona de hace unos años, veremos una ciudad en la que la música en directo podía ofrecerse en casi cualquier local público. Bares de diseño como el Universal o el Nick Habana; discotecas de postín postmoderno como Otto Zutz; cunas del house como el Ars; baretos de barriada como el Puerto Urraco; locales sin ambiciones estéticas como el Esser, germen de lo que fue más tarde el antiguo Bikini, o cualquier local que se preciase podía ofrecer música en directo.
Eso es precisamente lo que ha desaparecido de la ciudad, ese local que albergue a músicos que comienzan, bandas que apenas cuentan con el apoyo de su familia y amigos y que precisan de locales pequeños para iniciarse. Allí es donde también se crea el gusto por la música y donde el público entiende que la música más que un espectáculo, que lo es, resulta algo indisociable de la propia vida.
En una ciudad con notable infraestructura de auditorios y salas medias y grandes sigue faltando lo esencial; más salas como Sidecar, la 2, Karma o Heliogàbal, salas y bares musicales que forman, curten y garantizan el futuro de la música en la ciudad. Mientras eso no ocurra, mientras la Administración no entienda que la música en directo es una forma de progreso y no sólo de ruido, Barcelona seguirá siendo un gigante con los pies de barro. Y visto lo visto con La Paloma, también sin alma.
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