Villazón en ruso
Muy poco antes de presentarse con un recital en el Teatro Real de Madrid, debuta el tenor Rolando Villazón en el papel de Lenski en esta nueva producción londinense de Eugene Onegin. No sólo eso, sino que, si no me equivoco, aborda por vez primera una ópera en ruso, lo que como doble reto no está mal. El mexicano es hoy una voz que arrasa por donde va, que traspasa con facilidad y que se entrega en la expresión. No sé si un poquito más de la cuenta y por eso su Lenski queda más como un neurótico que como un romántico, y su disgusto acaba por parecer, simplemente, un calentón, vamos, un cabreo que le lleva al otro mundo. Su tendencia a sobreactuar choca con la frialdad de la producción de Steven Pimlott pero no afecta a su manera de decir el momento culminante de la ópera, la romanza que precede al duelo y que expone con una brillantez que no oculta la reflexión requerida. Le acompañan en el reparto Amanda Roocroft, muy buena Tatiana, mejor en el final de la ópera que en su inicio; Dmitri Hvorostovski, que es hoy uno de los mejores Onegin posibles, peluca caoba aparte; y Nino Surguladze, que parece haber nacido para cantar Olga.
Eugene Onegin
De Chaikovski. Hvorostovski, Roocroft, Villazón, Surguladze, Howard, Pring, Halfvarson, Gorton, Davies. Coro y Orquesta de la Royal Opera House. Director musical: Philippe Jordan. Director de escena: Steven Pimlott. Royal Opera House. Londres, 16 de marzo.
La producción de Pimlott anula casi cualquier posibilidad de emoción sin añadir, por otro lado -hubiera dado más de sentido a su propuesta-, la pizca de sarcasmo que le puso Pushkin a su novela en verso. Mezcla las apelaciones a la condición homosexual de Chaikovski -esa innecesaria manía pedagógica- con composiciones calcadas de la pintura rusa que se puede ver en la Tretiakov, minimaliza los ambientes y mueve los coros con poquita gracia. La fiesta es tirando a triste -y más rural que glamourosa- y los campesinos más que volver de la faena parece que se van de vacaciones.
La responsabilidad de todo le cae, pues, a Philippe Jordan, que aprovecha bien el cúmulo de bellezas que atesora la partitura chaikovskiana. El joven director suizo opta por una lectura muy intimista y analítica, de tempi demorados y pausas llenas de sentido.
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