Harold y Mohamed

A veces un escritor tiene la oportunidad e incluso la obligación del exceso. Le permite complacer a su público, y también actuar como revulsivo, motivo de controversia, de reflexión y de escándalo. Es lo que ha hecho el dramaturgo británico Harold Pinter con su discurso de recepción del premio Nobel de Literatura, que no pudo leer personalmente el pasado sábado en Estocolmo y tuvo que grabar en vídeo unos días antes. Sus palabras son una pieza maestra de vituperación antiamericana. No convencerán, por supuesto, a quienes creen que el derrocamiento del Sadam Husein justifica por sí solo los discutibles atajos de cualquier legalidad emprendidos por Bush con el auxilio de Blair.
Pero incluso quienes crean exagerada e incluso odiosa su imprecación tienen la ocasión de atender a un argumento. "Todos sabemos lo que ocurrió en la Unión Soviética y en toda la Europa del Este durante la posguerra: la brutalidad sistemática, las atrocidades sin cuento, la supresión despiadada del pensamiento independiente", dijo. "Pero mi argumento -añadió- es que los crímenes de Estados Unidos durante el mismo período han sido sólo superficialmente recogidos, y poco documentados, conocidos y reconocidos como crímenes. Creo que esto debe ser corregido y que la verdad tiene mucho que ver con el estado actual del mundo. A pesar de la presión que suponía la existencia de la URSS, las acciones de EE UU indican que actuó con el convencimiento de que tenía carta blanca para hacer lo que quería".
Este argumento afecta a dos cuestiones: una factual, y es que efectivamente EE UU, como no podía ser de otra forma, también ha cometido durante los años de la guerra fría abundantes y graves acciones indebidas; y otra de orden político, y es que, precisamente debido a la existencia de un mal mucho mayor como fue el comunismo, estas acciones han sido poco conocidas y difundidas. Todavía se podría extraer una conclusión de mayor vigencia: EE UU sigue actuando como si tuviera aquella carta blanca que le proporcionó la guerra fría, aunque las cosas ya hayan cambiado, de forma que parece inevitable que se empiece a exigir a la mayor y única superpotencia la ejemplaridad que precisamente le ha venido faltando.
El complemento al discurso airado y cascarrabias de Pinter es el que pronunció el mismo sábado el premio Nobel de la Paz, Mohamed El Baradei, prudente y amable en el tono, pero contundente y práctico, como corresponde al director del Organismo Internacional de la Energía Atómica. La pobreza, asegura, está en el origen de numerosas "amenazas sin fronteras" que hay en el mundo. Y ahí va una cifra escalofriante: "De los 13 millones de muertes debidas a conflictos armados en los últimos diez años, 9 millones ocurrieron en el África subsahariana, donde viven los más pobres de los pobres". El nuevo Nobel se atreve también, aunque con delicadeza, con el argumento comparativo: "Analicemos nuestra actitud con respecto al carácter sagrado y el valor de la vida humana. Tras los ataques terroristas de setiembre de 2001 en Estados Unidos, todos sentimos una profunda congoja y expresamos nuestra ira por este crimen execrable, y con razón. Pero muchas personas desconocen hoy que, como resultado de la guerra civil en la República Democrática del Congo, 3,8 millones de personas han perdido la vida desde 1998".
El Baradei es una china en el zapato de Bush, tal como escribió Ernesto Ekaizer en estas páginas cuando se le concedió el Nobel. Desafió a la Casa Blanca al demostrar que el Irak de Sadam Husein no tenía ni podía obtener armas nucleares. Ha reivindicado las inspecciones y la diplomacia multilateral como método para combatir la proliferación de armamento nuclear, en vez de la guerra preventiva. Y lo que es más importante, y está entero en su discurso de Estocolmo, su voz es un clamor contra las potencias nucleares, que vienen incumpliendo el compromiso de reducir ellas mismos su arsenal y se preocupan sólo de que no lo adquieran Irán y Corea del Norte. Ya es mucho controlar a los estados gamberros, pero no basta. Pinter y El Baradei se atreven a comparar. Todos tenemos derecho a comparar. La vida humana vale lo mismo en todas partes, y éste es el primero de los valores que decimos compartir y defender.
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