La mirada trágica

Arthur Miller, judío, hijo de la depresión, veló sus armas a la sombra de O'Neill y Clifford Odets, de Ibsen y Shaw, de los trágicos griegos y la gran novela social americana, de Dreiser a Sinclair Lewis. Con tales padres y maestros, la etiqueta estaba servida: fue, desde sus inicios, la voz solitaria de la izquierda yanqui, el dramaturgo de la culpa, la denuncia y el imperativo moral.
El precio (1968), su último éxito de público y crítica, fue un nuevo intento de renovación formal, con su primer personaje de comedia, el ancianísimo y ultravitalista Gregory Solomon, un secundario que robaba la función. Como le sucediera a Tennessee Williams y Edward Albee, Miller entró, en los setenta, en el temible segundo acto de su vida: inexistente, como pronosticó Fitzgerald, para todo autor americano. Un limbo de ostracismo, bajo nuevas y pesadas etiquetas (anticuado, moralista, sermoneador), del que no saldrá hasta 1994, con el éxito de Cristales rotos, estrenada en España por José Sacristán, a las órdenes de Pilar Miró. Durante esos años oscuros, Miller viaja por todo el mundo. En todas partes es aclamado como un clásico vivo, pero cada vez le resulta más difícil estrenar en su tierra natal.
Los nuevos dramaturgos, con David Mamet a la cabeza, han tomado la delantera: el crítico Robert Brustein, que encabeza la corriente revisionista, publicará Show and tell, un análisis demoledor (para Miller) que compara la reposición de Muerte de un viajante y el estreno de Glengarry Glenn Ross.
Miller, relegado a emblema del pasado, obtiene su mayor éxito como escritor con la publicación en 1987 de sus memorias. En 1998 vuelve a la carga con Mr. Peter's connections y en 2000 regresa a Broadway con El descenso del monte Morgan, su última pieza estrenada, en el Ambassadors Theatre. Escrita en 1991, tardó, muy significativamente, casi 10 años en conseguir una producción decente.
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