La siesta
A Antonio Díaz Zamora
Si alguien me preguntara cuando un día
llegue al confín secreto: ¿Qué es la tierra?
Diría que un lugar en que hace frío.
En el que el fuerte oprime, el débil llora,
y en el que como sombra, la injusticia,
va con su capa abierta recogiendo
el óbolo del rico y la tragedia
del desahuciado: un sitio abrupto.
Pero también diría que otras veces,
en claras situaciones alternantes,
cuando llega el estío y los países
parecen dispensar la somnolencia
de un no saber por qué se está cansado,
mientras vibra en lo alto, alucinante,
un cielo azul, los frutos se suceden
sobre las mesas blancas, y entornados
los ventanales, frescos de penumbra,
buscamos un rincón donde rendirnos
al dulce peso, entonces sí, diría
que la tierra es un bien irreemplazable,
un fluido feliz, un toque absorto.
Como una tentación sin precedentes
hecha a la vez de ardor y de renuncia.
Una inmersión gustosa, un filtro lento.
Juan Gil-Albert dedicó varios poemas a la siesta, todos muy bellos. Uno, incluso, de gran extensión, casi cosmológico, lo que demuestra que el tema no tenía nada de anecdótico para él. Grata frontera entre la vida y la muerte, la siesta es sueño, pero sucede en la plenitud solar. Todos los intereses de Gil-Albert se dan cita aquí: sensibilidad ante las injusticias sociales, honradez intelectual, y al tiempo, un apacible individualismo. Es un epicureísmo moral el que da sentido a esta armonía, cuyo primer logro está en el lenguaje. Se publicó en la sección 'Varios' de Fuentes de la constancia. J. A. G. I.
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