'Greguerías', de Ramón Gómez de la Serna
EL PAÍS presenta una amplia selección de las brillantes metáforas y pensamientos del escritor
En 1948, Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) publicó su autobiografía, Automoribundia. En ella, y entre otras muchas cosas, afirmaba que "la literatura no es sólo la obra hecha, sino la independencia y la dignidad en que se vivió mientras se hacía, manteniéndose insobornable, que es la única condición que nos asemeja a Dios", una reflexión que procuró aplicar en la práctica, lo que le supuso desde un largo exilio en Buenos Aires, ciudad en la que murió y en la que residía desde el comienzo de la Guerra Civil española, hasta una incansable labor de articulista y conferenciante, géneros que cultivó por razones de supervivencia económica no sin lamentar el no poder disponer de más tiempo para escribir todas las obras literarias que su extraordinaria imaginación le sugería. Entre su amplia bibliografía destacan las recopilaciones de sus populares greguerías, frases geniales, analogías brillantes escritas siempre con un gran sentido del humor. Una selección de las mismas es lo que podrá comprar mañana por 2,95 euros quien adquiera un ejemplar de EL PAÍS. De su talla como escritor da cuenta Pablo Neruda en sus memorias: "Ramón Gómez de la Serna es para mí uno de los más grandes escritores de nuestra lengua, y su genio tiene la abigarrada grandeza de Quevedo y Picasso".

Conferencias atípicas
Ramón Gómez de la Serna hizo carrera como conferenciante, tema sobre el que tenía una particular visión humorística. "Comprendo el sentido de la conferencia dramática desesperada o aquella que sirve de fondo vertiginoso de la ciencia", comentó en una ocasión, "pero la conferencia mediocre, en la que se va a hablar de cosas vagas, soporíferas y un poco sabidas, no la comprendo".
Una vez, en la Academia de Jurisprudencia de Madrid, salió al estrado para leer él mismo una carta en la que se disculpaba por no poder estar en el acto al encontrarse enfermo. También dictó conferencias a lomos de un elefante, subido a un trapecio o vestido de esmoquin con las manos y la cara pintadas de negro.
En Chile, los médicos de Santiago le siguieron el juego y le convidaron a un banquete en un pabellón quirúrgico. Todos iban vestidos con sus batas blancas y utilizaban sus bisturíes como cuchillos. El vino se servía en irrigadores y los conejillos de indias corrían por el suelo. "La pechuga de gallina sabía a otra cosa y los tomates, a corazón", escribiría luego el autor.
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