Entre naciones
Si uno va leyendo tranquilamente un artículo y tropieza de pronto con una frase como ésta: "Catalunya es una Nación, con tantas mayúsculas como sea preciso, desde mil años antes de la Constitución", no queda más remedio que restregarse los ojos para comprobar que ha leído lo que ahí queda escrito. Si persiste en la lectura y tropieza con otra perla del siguiente tenor: "Históricamente los Territorios Vascos siempre han sido celosos guardianes de su identidad y soberanía para decidir su propio destino, tanto cuando decidieron conformar una comunidad política y cultural bajo el viejo Reino de Navarra como cuando decidieron incorporarse a la Corona de Castilla", entonces sólo queda lugar para la melancolía.
ESPAÑA ¿CABEMOS TODOS?
Tomás Fernández y Juan José Laborda (coordinadores) Alianza. Madrid, 2002 298 páginas. 18 euros
Es por lo menos curiosa la idea de nación que impera en las colaboraciones escritas para este libro por políticos nacionalistas. Todos ellos -Rigol, Anasagasti, Aymerich- reivindican para la suya no sólo la mayúscula sino la eternidad: Cataluña, Euskadi, Galicia, existen desde siempre, siempre celosas guardianes de su identidad. Pero lo eterno y lo mayúsculo nunca son inocentes aplicado a las naciones: arrastran consecuencias que los románticos exprimieron hasta agotar la ubre cuando confundieron a las naciones eternas y mayúsculas con espíritus del pueblo que reclaman para sí el monopolio de la pertenencia; espíritus que definen no sólo la cultura, el carácter, la psicología de sus miembros, sino su ser y, por tanto, su relación con el resto de las naciones.
Partiendo de esos relatos míticos y místicos, ya se comprende que sus tratos con la otra nación que planea por estos escritos, la española, resulten algo más que problemáticos. Porque o bien ésta es como las demás, mayúscula y eterna también y, por tanto, igual a ellas y por serlo, contradistinta, como creen Anasagasti y Aymerich; o bien la española es una identidad plural y extensiva, como sostiene Rigol, de lo que resultaría para España, pero no para Cataluña, una "indefinición intrínseca y consustancial por su propia naturaleza". En el primer caso, la única fórmula posible de construir un Estado será la confederal partiendo del supuesto de cuatro naciones y de que es aberrante ser a la vez español y vasco, o catalán, o gallego; en el segundo, la fórmula será predicar la pluralidad y la diversidad para la nación española mientras se mantiene la unicidad y la univocidad para las demás. Es España la que por su propia naturaleza está determinada a ser plural, diversa e indefinida, no Cataluña, por ejemplo, que es nación mayúscula desde hace mil años.
Con la excepción de Gabriel Cisneros que ve una vigorosa realidad histórica de la nación española conformada ontológicamente -¡santo cielo!- en la Hispania romana, intelectualmente en el medievo y formalmente en el Estado moderno, las colaboraciones de políticos que pertenecen a partidos de ámbito estatal se caracterizan sobre todo por sus buenas intenciones. Gaspar Llamazares se lleva la palma al propugnar un Estado federal, plurinacional, democrático y solidario basado en la libre unión federal de los pueblos para solventar los problemas derivados de la realidad plurinacional y plurirregional de España y su diversidad cultural y lingüística. Así mismo dicha, de un tirón, esta benéfica fórmula corre el riesgo de quedarse en vacua palabrería si no se aclara cómo demonios se construye ese Estado, algo que Llamazares no se cree en la necesidad ni siquiera de esbozar. Más concreto, López Aguilar, para resaltar la potencialidad de su propuesta -nada de federalismo asimétrico, sino perfeccionamiento del modelo autonómico, construyendo un proyecto común-, evita confrontarla con el relato mítico y el concepto trascendental de las naciones existentes, propinando de paso un varapalo al fantasma de la España histórica e imperial.
Hay en esta recopilación otras dos voces de políticos catalanes que parten de un supuesto común: reconocer la validez del camino emprendido y deducir de ahí la posibilidad de seguir avanzando. Maragall y Roca demandan como primera reforma posible la del Senado, que lo convertiría en verdadera Cámara de representación territorial y ambos postulan como requisito para seguir avanzando el consenso que caracterizó los primeros pasos. Pero la perspectiva del primero es federal, aunque sin sacar todas las consecuencias, mientras la del segundo evita este concepto y reafirma la validez del modelo autonómico con tal de que a nadie se le ocurra darlo por cerrado: no es mucho decir pero al menos no es dar por muerta la Constitución, como la dieron voces autorizadas de su partido hace no más de cuatro años.
Y quedan los académicos y
publicistas, que ofrecen interesantes contrapuntos a estas visiones partidarias al destacar el carácter histórico de las construcciones nacionales y al propugnar su superación. Joseba Arregi defiende el abandono, por todos, de lo que llama paradigma del Estado nacional, mientras Josep Ramoneda insiste en la necesidad de una segunda revolución laica que desacralizara la nación. Luis Miguel Enciso pasa revista a algunos libros recientes sobre la idea de España y la nueva figura retórica en que ha venido a contarse el viejo relato de la dos España, vertical una, horizontal otra. Solozábal constata la dificultad, o tal vez la radical imposibilidad, de construir un artefacto estatal que fuese federal y contuviese a la vez una pluralidad de naciones, y Vidal-Cuadra pronuncia un apasionado alegato contra los nacionalismos identitarios y a favor de un patriotismo pluralista y civil.
El problema consiste en que la nación es en el sentido fuerte de la palabra un mito, un relato que da razón de los orígenes y llena de sentido el futuro. Romper las piernas a ese relato de salvación, a esa política como religión, es tarea ardua y, de momento, destinada al fracaso. Por eso, después de asistir a las ponencias presentadas en este curso convocado por Tomás Fernández y Juan José Laborda, es imposible responder a la pregunta que ha reunido a tan distinguidos ponentes: a 25 años de la Constitución no hay manera de aclarar si en España cabemos todos. Pero bueno es plantear la cuestión y oir todas las voces. Si al menos algún día, cuando las pasiones nacionalistas se hayan encalmado, llegarámos a un acuerdo sobre lo que queremos decir cuando decimos nación, podríamos darnos con un canto en los dientes, aunque por entonces quizá, de tanto roer este hueso, ya no nos quede ni uno.
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