Los derechos no siempre son civiles.
El acuerdo de paz en Irlanda del Norte se vio zarandeado hace unas semanas por los católicos del IRA, y en estos últimos días por los protestantes de Orange. Pero, en ambos casos, las comunidades han tenido el buen acuerdo de recurrir a la guerra menor, aunque dos veces civil, en el interior de su propio colectivo, en vez de a la guerra civil en primera instancia, o intercomunitaria. En el caso de los primeros, se ha tratado de ajustes de cuentas, violentas llamadas al orden por parte de la guerrilla oficial contra disidentes varios, o amagos menores de la guerrilla insumisa. En el caso de los segundos, los enfrentamientos se han producido contra la policía del Ulster, tan protestante como ellos mismos, pero que ha impedido que hasta ahora la temporada de desfiles conmemorativos de la instalación del régimen sectario atravesara ciertos barrios católicos, porque si lo hacen se arma.El presente acuerdo, que falta hacer definitivo pero marcha por buen camino, se basa en que los católicos aceptan la pertenencia de la provincia al Reino Unido, y que los protestantes admiten que si un día las urnas dicen lo contrario la isla podrá reunificarse. Como esto último es poca cosa, se ha instalado también un sistema de gobierno conjunto de las dos naciones -británicos protestantes e irlandeses católicos- con garantías contra la discriminación sobre la minoría papista.
Pero en todo ello reina un equívoco. El IRA hace ver que no ha sido derrotado militarmente -aunque sobreviva -al retener la propiedad eminente sobre un armamento a cuyo usufructo, sin embargo, ha renunciado, ahora bajo la supervisión de una veeduría independiente. Y el orangismo hace ver que nada ha cambiado en su hegemonía social y política, aunque tenga que admitir católicos en el Ejecutivo de Belfast.
Y esa hegemonía se expresa con toda la pompa de entorchadas procesiones para celebrar la victoria militar del protestantismo en 1690 contra el pretendiente católico al trono de las Islas. Esos son los derechos civiles que la mayoría norirlandesa reivindica para sentirse a gusto en su piel, para garantizarse a sí misma que suelo tan sangriento siga siendo británico para la eternidad, como aquel rincón de tierra extraña que en la I Guerra confiscó poéticamente Rupert Brooke.
Si Irlanda del Norte estuviera a punto de convertirse en la Arcadia, la reclamación de esos derechos por los protestantes sería impecable. Todo el mundo ha de tener derecho a manifestarse pacíficamente como le dé la gana. Pero el Ulster es todavía un paciente que necesita ponderados cuidados, donde las dos comunidades han de saber ceder para que se aclimate la planta de la paz. A cambio de la transformación de tregua en pacificación perpetua, no parecería, por ello, pedir demasiado que los orangistas dejaran de restregar las narices del prójimo con el recuerdo de una victoria del integrismo anticatólico, lo que no desmiente que si hubieran perdido serían los integristas católicos los que les habrían sojuzgado a ellos. Y, sin embargo, no se les exige tanto, sino que conformen sus itinerarios a rutas menos provocativas.
Los mayores enemigos de la paz son, hoy, una minoría numéricamente insignificante de disidentes del IRA que consideran que la firma de Viernes Santo de 1998 fue lesa traición; y un buen número, quizá mayoría, de protestantes que quieren la paz, pero a precios de fin de temporada. Estos últimos son los que reclaman pífano y tambor para que no se le olvide a nadie quienes tienen el auténtico copyright sobre el país.
Y esas dos radicalidades están íntimamente ligadas, porque la prueba de que los escisionarios del terrorismo católico tienen razón será que los orangistas sigan defendiendo a tiros unos derechos tan civiles como ancestrales, entre los que se cuenta, como mayor obstáculo restante para asentar la paz, el mantenimiento de una policía sectaria, casi íntegramente formada por protestantes. Esa misma policía, a la que ahora se enfrentan los orangistas, porque trata de comportarse como el verdadero guardián de las dos comunidades.
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