Costumbrismo reciclado
Balada de los tres inocentes De Pedro Mario Herrero. Intérpretes, María Asquerino, Fernando Guillén, José Luis Sáiz, Pepa Pedroche, César León, José R. Escuer, Ángel Burgos. Iluminación, Josep Solbes. Vestuario y escenografía, Alfonso Barajas. Dirección, José Luis Sáiz. Teatro Principal. Valencia, 18 de mayo.Hay mucha confusión con un término como esperpento, que a poco que te descuides viene a englobar todo aquello que sea estrafalario además de un tanto antiguo. Aunque parezca que se rocen, Valle-Inclán y Arniches no tienen nada en común, excepto algunos de los tipos, que son los de la época, que aparecen en sus obras. Fuera de eso, uno hace un costumbrismo a veces deslumbrante mientras que el maestro hace ya otra cosa de más calado y de definición más problemática. Todo esto y algo más tiene que ver con esta obra de Pedro Mario Herrero, donde se apuesta claramente por el costumbrismo farsesco para poner a caldo algunos de esos hábitos que le atribuían a la España de siempre, que, por otra parte, no sería tan eterna cuando es necesario cargar la suerte para exagerar una nota bastante pasadita a estas alturas. Es posible que la obra de Herrero, del 73, tratara de constituirse en crónica de un pasado entonces reciente a fin de que quedara constancia de lo que fue en otro tiempo. No sólo queda antigua, sino que incorpora ese regusto de la superioridad ilusoria, un tanto a la manera del primer Luis Carandell, que consiste en reírse de la zafiedad ajena para subrayar la inteligencia propia. Ese ejercicio autocomplaciente tiene como cabecera de cartel a dos auténticos monstruos de la escena como Fernando Guillén y María Asquerino, en un trabajo de rutina que nada añadirá a su ya segura gloria, según una puesta en escena que en ningún caso se sitúa por encima -en intenciones, estilo o gracia- de la grotesca situación de origen que trata de ridiculizar, más bien parece contagiada de la estrechez de miras del mundo que intenta retratar. Algún momento divertido por parte de los veteranos protagonistas y la confortable tranquilidad de espíritu que resulta de parodiar un pasado terrible no son motivos suficientes para resucitar una obra ya envejecida cuando se escribió.
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