Mi noche de Reyes
La noche del premio Nadal le ha quitado el sueño a miles de sujetos descarriados por el ancho monte de la literatura. Por contraste con las ascensiones fulminantes de hoy en día, nada fue más arduo que escribir y publicar en las décadas posteriores a la guerra civil y para entonces la voz del profesor Vilanova como secretario del jurado del Nadal se había convertido en una sustitución oral del arcángel Gabriel. Luego, en las páginas del semanario Destino, el reportaje fotográfico de aquella noche mostraba al jurado catando sus ostras y al público de una velada tan barcelonesa a la espera de que el nombre de un nuevo escritor partiese la membrana del anonimato. El año pasado tuve el honor de recibir el premio Josep Pla, parte alícuota de la noche del Nadal desde hace años. Como ocurre a quienes visitan Nueva York por primera vez, tuve la sensación de haber estado allí antes y, aunque por edad no me correspondan entusiasmos de escritor joven, sentí un agradecimiento sin trastienda, la experiencia de pertenecer a algo que me estaba reclamando desde las fotos en la vieja colección de Destino, a una vida literaria actualmente sometida a todo tipo de embates mediáticos y ruindades genéricas pero digna de ser vivida porque ahí todavía se juega el prestigio de la palabra.
Por haber vivido premios literarios como miembro del jurado y como candidato, incluso en sus horas más bajas estoy dispuesto a alabar el riesgo económico de los editores y el esfuerzo de ecuanimidad de los jurados. Tanto el Nadal como el Pla mantienen su estela a pesar de bajones en el suministro eléctrico. Al día siguiente, después de las entrevistas y las felicitaciones, poco ha cambiado salvo que uno se siente un poco más escritor. Tras esa noche del dia de Reyes, lo que cuenta no es la hoguera de las vanidades sino la mina inexplorada del orgullo.
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