Esperpento

Si hubiera algún satélite encargado de detectar la estupidez humana, desde el espacio descubriría una masa oscura vociferando alrededor de un rectángulo iluminado donde se mueve una esfera impulsada por unos tipos multimillonarios en pantalón corto. Cada vez que esta esfera se cuela entre unos palos se produce una explosión. Al final del espectáculo se vería que la masa oscura se retuerce por las calles en busca de una estatua con la intención de devorarla. Sucede en todas partes. Después de una victoria decisiva de su equipo, los seguidores más fanáticos sienten un impulso irresistible a subirse en los pedestales y monumentos. En lo alto de esos mármoles que sustentan a otros héroes o dioses, los hinchas tratan de fundirse con ellos hasta destruirlos. Aniquilándolos, queman la propia frustración. Algunos pensarán que es preferible que esta energía irracional se descargue exaltando a unos futbolistas y no el paso de unas botas militares. El fascismo es un virus que se adapta a cualquier forma convulsa de la sociedad. En algunos países americanos la victoria de un equipo fuerza a los hinchas de un mismo bando a tirotearse entre sí llenos de alegría. En el norte de Europa el fútbol ha sustituido a la guerra de normandos y vikingos. Un éxito del Real Madrid libera siempre a los devoradores de estatuas. Esta vez la manada de lobos quemó unas casetas catalanas de la Feria del Libro, esparció la basura como si vaciara su propio cerebro en el asfalto y luego fue a mirarse en los espejos deformantes del callejón del Gato, que reflejó un esperpento de Valle-Inclán. Pero, al romperlos, la manada de lobos quedó a este lado de la realidad a solas con su imagen de simples idiotas. Un día estos devoradores de estatuas terminarán por zamparse entera a Cibeles. Durante la guerra civil hubo que protegerla de la aviación nacional con sacos terreros. Hoy la diosa corre más peligro. Los nuevos heroicos energúmenos, tan nacionales como aquéllos, acabarán comiéndosela después de una victoria.
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