El demonio de las armas
LA PEQUEÑA ciudad de Jonesboro, en el Estado norteamericano de Arkansas, vivió el martes pasado una pesadilla digna de figurar en los anales de la locura extrema. Dos adolescentes de 11 y 13 años, en la frontera con la niñez, dispararon contra los alumnos de la Westside Middle School. Cuatro niñas y una profesora muertas y al menos otras 11 personas heridas es el resultado de tan absurda e inexplicada matanza. No es la primera vez que esto sucede en Estados Unidos; en los últimos meses se han producido dos sucesos similares, protagonizados por un chico de 14 años que mató a tres estudiantes en Kentucky y otro de 16 años que mató a su madre y a dos compañeros de colegio en el Estado de Misisipí. A pesar de ello, la edad de los atacantes de Arkansas y la premeditación de sus actos -iban vestidos con ropa militar de camuflaje, fingieron un incendio para favorecer la matanza y llevaban nueve armas de fuego- produce un escalofrío de horror.Como no se trata de un hecho aislado, es inevitable preguntarse por las causas que producen tales accesos de vesania entre niños y adolescentes, protagonistas cada vez más frecuentes de crímenes que antes parecían propios de la sinrazón de los adultos. No existe una explicación totalmente satisfactoria, pero una de las razones que deben citarse sin excusa es que los menores reciben dosis demasiado altas de violencia, real o virtual.
También hay que preguntarse si las sociedades contemporáneas disponen de los instrumentos adecuados, a través de la familia o de otras instituciones socializadoras, para cercenar la inquietante extensión de la violencia real hacia edades cada vez más bajas. Hechos tan atroces deberían ser causa suficiente, entre otras cosas, para limitar el comercio de ari-nas de fuego, favorecido hoy por poderosos grupos de presión, que convierte en estético el despliegue de la destrucción y la muerte. Se trata de saber, en suma, si matanzas como la de Arkansas se toman en serio como signos alarmantes de los efectos que puede producir la negligencia en la educación infantil, o si se considera un espectáculo morboso más, servido por la televisión en horas de gran audiencia, que se recibe con la pasividad de lo inevitable.
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