Los atentados de ETA
Hasta ahora yo había asistido al lento declive de ETA al foso profundo de las desgracias con una cierta pasividad y tristeza. Tras los últimos atentados en Barcelona, si escribo esta carta, tal vez demasiado teñida de emoción, es porque no sé qué otra cosa hacer más que expresar mi protesta, mi derecho al pataleo, abusando, espero que no demasiado, de su gentileza. Yo no tengo, como ellos, un banco en el Parlamento donde clamar.No sabía que la guerra de ETA era también contra mí, que paso habitualmente por las zonas de Barcelona donde han estallado los dos últimos coches-bomba. Pensaba que, superados los motivos históricos (una dictadura larguísima y basada en la violencia) que le dieron forma, se había convertido en un resto de militantes colgados en la paranoia de una guerra privada contra los uniformados de cualquier color. Mientras la gente normal, los que trabajamos, acariciamos a nuestras compañeras y soñamos para nuestros hijos un mundo más justo y sano seguimos adelante escribiendo palabra a palabra la historia con nuestro esfuerzo visceral y cotidiano, con nuestros sindicatos y partidos, discutiendo, negociando, haciendo música, fabricando cosas. Ellos, de tanto en tanto, irrumpen en escena desparramando algunos cadáveres y vuelven a la oscuridad; queda alguna viuda o algunos huérfanos sollozando y todo, poco a poco, retorna la normalidad.
Casi todos los movimientos nacionalistas de los sectores medios ascendentes generan este tipo de granos virulentos, grupos de corte fascista, dispuestos a destruir a bombazo limpio todo lo que pone en entredicho sus intereses de casta. No estaría de más un estudio sobre la componente de clase de estos grupos y por qué se dan en las zonas ricas del país. Allí donde hay más recursos que una elemental solidaridad exigirla compartir, ellos se quieren separar.
Pero yo no sabía que me habían declarado la guerra, que necesitan mi cadáver. Durante los últimos días, la muerte me guiñó dos veces el ojo: el viernes aquel que se llevó al guardia civil de 26 años que, en la cabecita de esos muchachos, era un importante factor de poder y mejor hubiera estado engrosando la lista de los parados. Y el jueves que segó la vida de un parado, el pobre Juan Fructuoso Gómez, un oscuro don nadie como yo que aquella noche brilló llenando de tristeza la pantalla de televisión y al día siguiente gastó tinta en los periódicos entre los avisos publicitarios y las sandeces que decía el Papa sobre Chile. Juan, recibe mi modesto homenaje; tampoco tú sabías que ellos estaban en guerra contigo y que tu absurda muerte era necesaria para la patria vasca.
Tal vez detrás de toda esta locura haya alguna causa, pero el ruido de las detonaciones es más fuerte que sus argumentos y la montaña de cadáveres más elocuente que cualquier palabra. Han entrado en la oscura zona de las desgracias como el SIDA o el cáncer. Suenan a colza, a Nevado del Ruiz, son un rostro más de La Parca, con la ideología que se puede esperar de un avión que cae o un terremoto. Son una desgracia, como un médico que se equivoca o un torturador que se pasa o un conductor borracho. Una nueva desgracia con forma de coche que revienta en cualquier parte cualquier día porque
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