Rosa María Sardà
Hay quien prefiere sus ojos por expresivos. Lo son. Hay quien se recrea en su capacidad interpretativa que la lleva, en ocasiones, a ni siquiera forzar la interpretación, a dejarlo en pura simulación que no pretende engañar a nadie ofreciendo verosimilitud a lo que es, por definición, farsa. Pero, seguramente, lo más inte resante de Rosa María Sardà, al menos a lo largo de Ahí te quiero ver, ha sido su utilización de las morcillas. Al revés de no pocos bustos parlantes de todas las televisiones que en España han sido, Rosa María Sardá sabe improvisar. Juan Cueto decía no hace mucho en el suplemento do minical que hay quien traspasa la pantalla y convence al telespectador de que sabe de lo que está hablando, la Sardà es uno de esos casos. No, quizá, porque tenga una cultura enciclopédica que la haga válida para entrevis tar a un economista y a un superviviente de ingestiones de gusanos, sino porque sabe escuchar y la pregunta que sigue a la respuesta no es, necesariamente, la que figura en un guión posible. Hay veces, muchas, que el rebel de entrevistado no se ciñe a lo previsto. Los bustos parlantes no se inmutan. Ignoran la respuesta y siguen leyendo la chuleta. Sardá, que escucha donde otros se escuchan, se salta el papel e improvisa. Es algo que le ha venido confiriendo frescura a la serie. Y si lo mejor de la serie era Rosa María Sardá, también era lo peor. Era un programa basado en ella, que se hundía cada vez que la cámara se iba hacia otra parte, especialmente, cada vez que la cámara tenía que ceñirse a guiones cuya única virtud era la inconsistencia. Por lo demás, el éxito de Rosa María Sardà, igual que el que en su momento lograra Carmen Maura, con la que tiene en común la mirada de ingenua picardía, muestra un camino a seguir por televisión española: los mejores presentadores son los actores. El día que eso llegue a los informativos, éxito seguro.
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