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El incontrolable Ben Healy trastorna el Tour de Francia y se viste de amarillo

Etapa volcánica entre volcanes: liderato para el irlandés tras una fuga incontrolable que desnuda a los UAE, ataques de los Visma, y victoria de etapa para Simon Yates

Ben Healy
Carlos Arribas

El bidón resbala y se escurre de los dedos de Tim Wellens, que maldice al auxiliar que se lo tendía. Quedan aún 130 kilómetros hasta el Mont Dore, etapa pero la etapa de la rebelión de los Vismas de Jonas Vingegaard y su naricita rosa con tirita está ya lanzada hacia la Baraque, la cuesta a la sombra del templo de Venus del Puy de Dôme en la que Raphaël Geminiani mimaba y malcriaba a Anquetil y a los otros del Bic en su hotel-sala de fiestas-restaurante-cueva de filósofos del ciclismo y la vida. El sudor de los explotados para el bienestar de sus jefes. La estrategia colectiva en una etapa entre volcanes.

El enjambre de avispas picando con sentido, con corredores Visma en todos los escalones y estaciones. Solo piensan en hacer daño. Y en ganar. El día más Tour del Tour, 260 interminables minutos para 160 kilómetros, 38 por hora, sutilezas en el asfalto, ajedrez y póquer desde los coches, termina con la victoria de su inglés del Giro, Simon Yates, con el maillot amarillo del irlandés Ben Healy y con Pogacar aislado e intocable.

“Un día de equipo”, anunció la víspera Pogacar, que no tiene a su amado Almeida, que tanto le animaba compartiendo habitación como le acompañaba en sus aventuras por la carretera, y está un poco de los nervios, como su equipo un 14 de julio de jolgorio francés. Un día de équipiers. Etapa puente entre llano y Pirineos. Fuga larga, acción a fuego lento y el punki Ben Healy, un duendecillo irlandés que todo lo trastorna, y hace de lo esperado lo imposible, y, él solo, acaba con las rocas UAE de Pogacar, con Politt, con Wellens, con Marc Soler y hasta con Jhonatan Narváez, que no tienen descanso todo el día. El factor Healy. El estilo más feo pedaleando y el más humano, agónico, sabio y espléndido, el de los desheredados que reclaman su lugar en el reino. Claudio Chiappucci revivido, el hombre libre italiano que hizo sudar sangre a LeMond para ganarle el Tour del 90, y a Indurain en el 92.Un heterodoxo llevando al extremo la ortodoxia de una etapa de desgaste y miedo. Calor y media montaña. Comienza el día a 3m 55s minutos en la general. El diablillo entra en la fuga y trastorna los fogones. Entra en la fuga de 18. Controlarla a cinco minutos para que el irlandés no se convierta en un problema a largo plazo, deja a Pogacar sin equipo en los dos últimos puertos. El Visma lo tiene a su merced aparentemente. Le rodean. Le atacan. Picotazos que ni le inmutan. Jorgenson como aguijón. Ni cosquillas al monstruo, y todos huyen en desbandada cuando responde. “Me molestaban un poco tantos ataques, así que decidí hacer yo uno más fuerte”, dice el esloveno. Solo le aguanta Vingegaard. “Tuvo suerte del viento de cara y que podía ir muy bien a rueda, y sobrevivió”. Cruza la meta tras él. Se acerca para darle la mano. Un día más. Es pedalear contra un muro.

Es tan desconcertante el paisaje de los volcanes que los periodistas del Tour se quedan con la boca abierta, pasmados, a la puerta de la quesería donde se aprovisionan y elaboran mentalmente sinfonías para sus crónicas, que quieren embriagadas de verde, tantos vedes la naturaleza, el pasto, la hierba clara casi amarilla, los cedros rectilíneos como mayordomos y las copas de los abetos de la ladera del Puy de Sancy llegando casi al negro, y los robles en medio, y el verde vivo de los frutales. Ay, la naturaleza, nuestra naturaleza, y encima refresca a más de 1.000m de altura, se deleitan los ciclistas que, en su burbuja apenas tienen más contacto con la realidad que la de las pantallas de plasma de sus habitaciones y les asusta el desfile del 14 de julio, los Campos Elíseos envenenados de azules tan poco poéticos como de los uniformes militares y el tinte de los tanques y carros de combate que desfilan, y por encima de ellos, orgulloso, un estúpido y explosivo dron ante el que se extasía Emmanuel Macron, más armas, nos tienen que temer, grita, rodeado en el palco presidencial de tipos con gafas negras sobre fondo negro como el futuro con aires de traficantes de armas, que solo entienden una palabra de la hermosa Marsellesa, A las armas.

Los ciudadanos preferirán hazañas no bélicas, la poesía de los verdes al veneno azul. Aún hay esperanzas. Aún compiten ciclistas que no buscan meter miedo sino ser amados, admirados por su talento y su coraje, más frágiles que las flautas de champagne con las que brindan por las noches sus victorias y tan fuertes, depósitos de vatios incontables, atacando la montaña guiados por un instinto, la memoria del dolor pasado más fuerte que su voluntad y la Inteligencia Artificial con la que quieren robotizarlos, y les regalamos los atributos que nos gustaría tener nosotros. Qué hermosos, qué alegría infantil los fuegos artificiales en las carreteras del Puy de Dôme salvajes, siete segundas en un continuo subibaja, cuando 29, entre locos que solo miran delante y cabeza de playa que vigilan por el retrovisor se lanzan al ataque, Sivakov, un ruso que quiso ser francés al que la UAE saca de la nevera, pero sufre un golpe de calor y vuelve a descansar a cola, y deja al equipo de Pogacar sin nadie delante; Simon Yates y Víctor Campenaerts, punta de lanza de la estrategia Visma; Lenny Martínez, nieto de Mariano de Burgos, que también ganó un 14 de julio, el trasgo escalador que revive al oler aire de montaña fresca y gana todos los puntos posibles para vestir de lunares, como su abuelo, salvo en los últimos dos puertos, ya muerto; Healy, Simmons, Alaphilippe que no acepta el sic transit gloria mundi, el fin de su paso efímero por el cielo, y los españoles, los debutantes Romeo y Castrillo, y García Pierna, segundo Tour pero también joven, O’Connor especialista. Arensman… Empiezan 28. Son seis a 20 kilómetros.

Espasmódico e infatigable, animado por una voluntad aniquiladora, el irlandés Ben Healy se empeña en reducirlos a nada con incontables aceleraciones hacia el bosque sobre el asfalto áspero que tanto odian los turistas de Airbnb porque se atascan las rueditas de sus samsonites. Asfalto que los ciclistas odian porque cree que agarra las ruedas, las frena, convierte sus esfuerzos desmesurados en pequeños pasos adelante, y no pueden ni gozar del espectáculo del paisaje de los montes. Uno a uno, casi todos ceden. Oportunista, siempre a rueda, Simon Yates hace valer su frescura y gana fácil. Para Healy, de 24 años, irlandés por voluntad de adulto –nació en las Midlands británicas, cerca de Birmingham y Coventry, donde más bicis se fabrican, de madre inglesa y padre irlandés--, el honor reservado a los más grandes, una legión de honor verdadera quizás un lunes como este, y, después de la victoria de etapa en Vire el jueves pasado, un maillot amarillo con 29s de ventaja, no tanto, sobre Pogacar, pero desde Stephen Roche ningún ciudadano de la isla más verde vestía de amarillo.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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