Hasta el Papa bendice a Simon Yates, espléndido ganador del Giro de Italia
El ciclista inglés, de 32 años, logra librarse del peso de la culpa por haber perdido la ‘corsa rosa’ del 18 ante Chris Froome


Caída de Landa el primer día, en Tirana, de Roglic más tarde, de Ayuso y de Ciccone; ascenso de Del Toro, descenso de Ayuso, raid de Carapaz, fuegos artificiales de Pedersen… Y Simon Yates.
El Giro ha sido golpes de teatro casi diarios y un golpe final y definitivo de drama teatral perfecto, y humano, pues la vida, ya se sabe, imita al ciclismo. Y un héroe, Simon Yates, un inglés de 32 años que bromea con su gemelo Adam, ayudante de los rivales, y burla su destino trágico siete años después de un error que le condujo a una peripecia bordeando el precipicio, como le gustaba a Shakespeare, y que, el domingo, también canícula un 1 de junio en Roma, en la ruta neutralizada hacia la salida de la última etapa se detiene en el Vaticano a los pies del Papa tan reciente. León XIV, le saluda a él, y a los maillots distintivos, el ciclamen de Pedersen, el blanco brillante de Del Toro, el azul de Fortunato, y su rostro juvenil despojado del casco de guerrero, y, junto a la alcaldesa de la Ciudad del Vaticano, la madre Petrini, les exhorta: “Sois un ejemplo para todos, para todo el mundo. Y tanto como cuidáis vuestro cuerpo debéis cuidar todo lo que os hace seres humanos, cuerpo, mente, corazón y espíritu”.
Amén, asienten ellos y asiente todo el pelotón parado que en círculo busca la sombra de los pinos de Roma, ligera brisa, y, vueltos al sillín y a la condena de los pedales, recorren privilegiados los jardines vaticanos, y su estación de tren con la vía Roma-Génova, regreso a Italia camino de los sampetrinos saltarines, el barrio EUR que maravillaba a Fellini, el puerto de Ostia y vuelta. Llanura y sprint en el Circo Máximo —Gladiadores en triunfo a tutta. Victoria de Olav Kooij, del Visma, como Yates, lanzado con su victoria de Viadana por Van Aert, que vale para todo.
Amén, debería asentir más que ninguno Simon Yates, que si hubiera tenido tiempo y oportunidad seguramente podría haber discutido con el que fue obispo en Perú los caminos, tácticas, estrategias y paralelismos de sus respectivas ascensiones a la cima de su oficio.
El Giro es un Cónclave que se gana con inteligencia, paciencia, economía de gestos y habilidad para conseguir que los rivales terminen eliminándose entre ellos, multiplicados por cero. Carapaz y del Toro en Le Finestre. Recriminaciones recíprocas. “¡Ay!”, lamenta Del Toro. “Yo hice lo que había que hacer. Yo fui inteligente. Carapaz debería haber defendido su segundo puesto, y cuando vio que lo perdía pretendía que tirara yo para atacarme al final y dejarme a mí, tercero”. “¡Ay!”, responde Carapaz. “Jugamos los dos a ganar o perder. Cada uno jugó su juego. Perdimos los dos”.
Para aprenderlo, el mayor, por minutos de los hermanos Yates, debió cumplir con la excesiva penitencia impuesta por su pecado de soberbia en el Giro del 18, solo mitigada por la victoria en la Vuelta unos meses después. Maglia rosa entonces desde el Etna en la sexta etapa, derroche de energías, ataques y victorias. Carestía final. Agotamiento dos días antes del final. Un ataque seco de Froome, desgraciado y cojo hasta entonces, le supuso una dolorosa derrota. Y este mes de mayo desde Albania hasta Italia de sur a norte, seguramente sonreiría para sí con una de esas sonrisas que indican conocimiento —así fui yo, podía permitirse pensar, así fallé— contemplando como el entusiasta Del Toro se multiplicaba y derrochaba vestido de rosa, ataques en busca de bonificaciones, sprints todos los días, y Carapaz con él. Isaac del Toro, el fenomenal mexicano, un diamante de brillo máximo, se ganaba la admiración y el amor del mundo, y, cuanto más crecía, más hacía para perder el Giro. La audacia castigada. Eran detalles. Cuando se empinaba la carretera y saltaba Carapaz, siempre el primero, Del Toro no tardaba en pegarse a su rueda. Simon Yates, en cambio, siempre esperaba. Solo se movía detrás de la rueda de alguno. De Derek Gee, del mismo Del Toro al que derrotaba en el juego de la paciencia. Ni un vatio de más. Ni una caloría. Todo almacenado para estallar plenamente el último día en una estrategia decidida con los generales del Visma ya en noviembre, cuando solo los equipos conocían el recorrido del Giro. Igual que el Giro del 23, el entonces Jumbo, calculó que Primoz Roglic solo podría ganar el Giro en la cronoescalada final, y así fue, estudiaron las 21 etapas y concluyeron: solo en Le Finestre, un esfuerzo de 59 minutos y 27 segundos, récord de la ascensión batido para sus 18 kilómetros, se podrían hacer diferencias de minutos. Y para mantenerlas en la meta de Finestre, haría falta un compañero de equipo para los kilómetros finales, ascensión del 5% y viento. Un trabajo para Wout van Aert.
Los hermanos Yates siempre han seguido su propio camino, saltarín y alegre. Grandes promesas del ciclismo inglés rechazaron estruendosamente a sumarse al Sky, el equipo que revolucionó el ciclismo. Se fueron al Orica australiano. Libres para elegir. Para decidir. No entran en ningún esquema. No son especialistas en nada. Ni superescaladores, ni contrarrelojistas, ni clasicómanos, ni rodadores, pero valen para todo, para vueltas de una semana, sobre todo. Estuvieron juntos hasta el 20, cuando el presupuesto del Orica no daba para pagar a los dos. Adam se fue al Ineos y luego al UAE. Simon permaneció fiel a sus australianos hasta que el año pasado decidió que ya estaba mayor para ser líder de un equipo. Quería ser gregario de lujo. El Visma lo fichó con un único cometido. Si tu hermano Adam es el mejor ayudante que pueda tener Pogacar en el Tour, tú lo serás para Vingegaard, pero antes del Tour te pedimos un favor, corre el Giro de líder.
Eran las dos de la mañana del domingo y, pese a la pesadez del traslado de los Alpes a Roma, Simon Yates aún no había conseguido quedarse dormido. “Aún estoy en shock”, dice tras ganar, por fin, el Giro. “Por más que le doy vueltas en la cabeza, no consigo aún asimilarlo”.
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