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Mikel Landa se rompe la espalda tras caerse en la primera etapa del Giro de Italia

El ciclista vasco deberá estar inmovilizado con corsé unos dos meses y dice adiós a la temporada tras un día en Tirana que viste de rosa a Mads Pedersen

Mikel Landa
Carlos Arribas

No llueve pero el asfalto patina. El coche Shimano pasa a toda velocidad a su lado. No puede ayudarle. Nadie puede ayudar a Mikel Landa, caído y roto en una acera. Posición fetal sobre el hombro derecho. Toda Tirana en la calle y él, ahí. Faltan cinco kilómetros y poco para la meta y el alavés acaba evacuado en una ambulancia, fin para él en el Giro de Italia. Segundo paso por el lugar. Descenso rapidísimo. Lanzado el pelotón conducido por el Lidl hacia la primera maglia rosa de Mads Pedersen al sprint ante la pirámide-mausoleo de Enver Hoxha, gozoso centro de escalada sus paredes inclinadas para jóvenes del futuro.

Curva en ese, izquierda derecha. Por el exterior, una bici contra una farola, y un metro más abajo, un escalón en la acera, Landa. El ciclista alavés de 35 años, feliz la víspera porque había renovado por tres años más en el Soudal belga, niñero de Remco Evenepoel y dueño de su destino, abandona el Giro antes de terminar la primera etapa. A todos duele. A todos, también, les invade una triste sensación de déjà vu. Al pobre Mikel le acompaña siempre el otra vez Mikel. El Giro es su carrera, dos veces tercero, ganador en sus cumbres míticas, Finestre, Mortirolo, Madonna di Campiglio, Piancavallo. Manos abajo, culo arriba. Puro estilo inimitable. Caído en Cattolica hace cuatro años. Caído de nuevo un año que se sentía rejuvenecer tras su quinto puesto en el Tour. La clase por encima de todo. “El ciclismo cambia, pero yo sigo siendo el mismo”, decía hace nada. Lo que era una ironía se convierte en una suerte de maldición autoimpuesta. Y, fatalistas, los colegas extranjeros repiten en la sala de prensa, Landa es Landa. Landa se ha roto la espalda.

Horas después, un parte médico poco alentador: fractura de la undécima vértebra torácica. Afortunadamente es estable. Afortunadamente no está tocada la médula. Desafortunadamente para un deportista, le obligará a estar inmovilizado en la cama varios días y después, armado dentro de un corsé durante unos dos meses. Fuertes dosis de analgésicos para soportar el tremendo dolor. Adiós al Tour. Adiós a la temporada. Dedos cruzados para que la fractura suelde bien.

También se cae Juan Ayuso. Es al principio de la etapa, paisaje de esqueletos de viejas fábricas, chimeneas erectas aún, vacío, paro, un policía cada 100 metros cubriendo cada cruce, cinco en fuga, Visma al frente de la caza. El líder del UAE, el joven español que representa como nadie el ciclismo que ha cambiado, apenas sufre tres rasguños. El duelo con Primoz Roglic que todos anticipan, y desean, aún no ha comenzado. Lo hará hoy en la contrarreloj de Tirana. “Ojalá se vista de rosa”, anticipa su jefe en el UAE, Mauro Gianetti. ¿No es muy pronto? “Nunca es pronto si llega. Nunca hay que despreciarlo”. Se reincorpora rápido a una etapa de apenas 160 kilómetros, un segunda y dos subidas al tercera que hace de balcón inmenso sobre Tirana, un belvedere, cabras y ovejas triscando en una ladera verde, verde; resorts lujosos con nombres sugerentes tipo Select Hills, paredes de cristal y guardias de seguridad tipo gorilas sacados de películas de terror en las puertas.

En tan poco recorrido, 216 minutos a 45 por hora, seis puestos de avituallamiento, uno cada 35 minutos, solo bidones de carbohidratos y sobrecitos de geles. Olvidadas las bolsas. “Olvidados los panecillos que encargaba que me hiciera el panadero de mi pueblo los sábados víspera de la carrera”, lamenta Massimo Sobrero, piamontés alcalde de un pequeño pueblo junto a Novi Ligure, el pueblo de Girardengo, y habla al volante del coche de asistencia. Imagen del ciclismo que ya no existe.

Del ciclismo que cambia, de los robots ciclistas de ahora, de chavales fortísimos físicamente a los que todos los sabios de sus equipos les dicen lo que tienen que comer, cuándo, cómo sentarse, cómo pedalear, cómo correr, dónde atacar, dónde parar, se habla en el coche neutro Shimano que invita al enviado de EL PAÍS a hacer en su interior la primera etapa del Giro del 25, en Albania nada menos. Hay tres coches de la marca japonesa de componentes, bicis Bianchi disfrazadas de azul, sillines con tija telescópica regulada desde el manillar para acoplarse a cualquier altura, pedales de todas las marcas, desarrollos válidos para todos, que se constituyen en una especie de 24º equipo. Un equipo sin corredores que ayuda a todos. Conduce Sobrero, que fue ciclista amateur y malo. En el asiento de detrás, el mecánico principal, Andrea Guardini, que fue buen ciclista, magnífico sprinter —le ganó a Cavendish una etapa del Giro de 2012—, y mantiene un cierto aire de poeta vagabundo. Habla del tiempo de las cerezas, de las fresas, de los extraños olivos, melenas casi salvajes, sin pinta de haber sido tocados nunca por un peluquero, de los viñedos y del olor a azahar que recuerda de sus carreras y entrenamientos en Calpe, en la costa valenciana y en sus montañitas. El coche marcha detrás de la fuga y Guardini más que el nombre de los corredores, que también, analiza antes el material que pedalean por si toca cambiarles, dos con el 13 de Campagnolo, uno con SRAM, dos con Shimano, recita en alto. “El ciclismo ha perdido la poesía de la fatiga, la poesía de la fuga, ya condenada antes de empezar”, lamenta mientras, como un ciego con un transistor, sigue la etapa de oídas por radio Giro, o por el retrovisor lejano. Y no se sabe si se alegra de no tener que intervenir. No hay averías para el coche neutro, que adelanta veloz y espera. Todo estaba preparado, por si acaso. Todo controlado, salvo el destino. “Ni siquiera los velocistas puros de antes tenemos sitios. Los campeones ahora valen para todo, lo quieren ganar todo, en montaña, en llano, en contrarreloj… Ya no hay sitio para especialistas. Los corredores nacidos antes del 95 ya están perdidos”.

Gana la etapa y la maglia rosa sobre fondo de banderas rojas, masivas, como si fuera una nueva clásica, un tipo duro, el danés Mads Pedersen, de 29 años, quizás el más antiguo de los campeones modernos. El campeón del mundo del diluvio de Harrogate en 2019 ha corrido todas las clásicas del norte plantándole cara, y perdiendo, a Mathieu van der Poel y Tadej Pogacar en San Remo, Roubaix y Flandes, y ganando la Gante-Wevelgem. Es el primer danés de rosa en la historia, 108 años de Giro. Su Lidl trabaja, diezma al pelotón —Arensman y Gee, que pensaban en la general pierden más de un minuto— y gana derrotando al nuevo eterno segundo, el belga Wout van Aert, condenado como Landa.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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