“Que mee con la suya”
Los motivos para marcharse del fútbol han sido tantos que no merece la pena enumerarlos uno a uno. Y todos los intentos han resultado, sin embargo, fallidos.


Según T. S. Eliot, “los poetas inmaduros imitan; los poetas maduros roban; los malos estropean lo que roban, y los buenos lo convierten en algo mejor”. El martes pasado Pep Guardiola se sentó en la sala de prensa del Santiago Bernabéu para dejar una frase tan tajante como la de Eliot, pero mucho más escueta: “Que mee con la suya”. Si no fuera porque Robe Iniesta estaba en ese momento a punto de morir, cualquiera diría que el músico se la estaba susurrando al oído, cediéndole a Guardiola un último verso canalla para explicar de un plumazo que al fútbol, como a todo lo demás, solo se puede jugar con las ideas propias.
La primera vez que me marché del fútbol, la primera vez que quise dejarlo de lado para siempre, fue a los 15 años, un domingo por la tarde en el que ya casi era verano. El Alcorcón perdía 1-2 con el Ontinyent en el partido definitivo por el ascenso a Segunda División. Un despeje ortodoxo mandó el balón fuera del estadio y, como buen recogepelotas, tuve que salir a buscarlo. Días antes me habían echado del equipo juvenil junto a otros tantos compañeros porque habían fichado a algunos jugadores mejores para la próxima temporada. Si a los 15 años ya te han echado de una cantera de Segunda B significa que nada de lo que imaginaste para tu vida llegará a suceder. Así, en ese breve impasse rebuscando la pelota entre los aledaños del estadio, el equipo anotó el gol del empate.
Aquella alegría festejada por 3.000 personas que también, como los sueños, me daban la espalda, fue el último impulso que necesitaba para dar un portazo a todo aquello. Marché a casa botando la pelota, dejando el peto amarillo en cualquier banco, rumiando las ilusiones rotas mientras los demás vibraban. Esa lucha , pensé, ya no era mía.
Desde entonces, los motivos para marcharse del fútbol han sido tantos que no merece la pena enumerarlos uno a uno. Y todos los intentos han resultado, sin embargo, fallidos. En una antología de su obra, Joan Miró explica que un cuadro empieza con un trazo, “un trazo insustancial”, que lleva a otro y a otro hasta que uno acaba poseído. Solo así se explica cómo después de unas primeras patadas infantiles uno termina poseído para siempre por esta sinrazón.
“Que mee con la suya”, aconsejaba Guardiola a Xabi Alonso. La cuestión es, en realidad, mucho más compleja: saber cuál es la tuya. Y en esa duda existencial, uno va yendo y viniendo del fútbol, dando bandazos, marchándose en busca de algo mejor pero volviendo siempre como se vuelve cada noche antes de acostarte a las fotos de tu hija recién nacida: para que este mundo cabrón no te devore.
“Los jugadores del Real Madrid tienden a enfermar de importancia”, escuché a Valdano. El fútbol está enfermo de importancia. Hay algo entre el fútbol y muchos de nosotros que ya no funciona. Sin embargo, no hay película a la que cueste menos reengancharse que la del fútbol. Cada temporada es la misma temporada: un ganador, el resto fracasados. Solo asistimos para conocer el reparto final. Y por los goles, eso sí, que son memoria contra la muerte, una demostración de que aún corre sangre por mis venas. Goles tan enfermos de importancia como cualquier galáctico de tres al cuarto que, por otro lado, son en muchas ocasiones el único pulso que te atreves a echarle a un miércoles cabrón en el que muere Robe Iniesta.
Hay días en los que la trascendencia del fútbol, como los sueños, te devoran. Entonces conviene salir de uno mismo, escapar de tu propio personaje, alejarse del hincha que ya manda más que tú y ponerse con otra cosa. Y dejar, tal vez, unas migajas en el suelo para, cuando el tiempo haya hecho su trabajo, regresar a por los balones pinchados como ese que la semana pasada encontré en un armario de mi habitación y que no se inflaba desde la tarde en la que el Alcorcón ganó al Ontinyent con gol en el minuto 93, un gol en propia puerta, que pude escuchar festejar ya tumbado en la cama de mi habitación. “Tú eres la mía”, le susurré a la redonda.
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